Tribuna
La censura en el Carnaval
Hay una frontera ética muy difusa, delicada, cuando se toman medidas que suenan a censura para proteger la libertad
Por mis tierras carnavalescas –y sus aires de transgresión y libertad– se está implantando una medida pretendidamente progresista que cuando menos me genera dudas. Y plantea un debate de fondo que no es menor. Esto es, el control previo de las melodías que acompañan las rúas de Carnaval. No es un asunto trivial. Tiene mucho que ver con qué tipo de sociedad moldeamos. Las sociedades requieren de normas para vivir.
Yo ya sé que Loquillo cantaba aquello de «la mataré» y que en estos tiempos que corren se considera inaceptable. Tal vez hoy esa letra no se hubiera atrevido a escribirla. No es para menos con la que está cayendo. Y cuando las salvajadas más viles están al orden de la esquina. Hoy, cuando cada dos por tres escuchamos que un hombre ha asesinado a su mujer, no tenemos dudas que una canción con esa letra es hiriente.
Eran otros tiempos en los que cantar esta estrofa –por deleznable que suene– no levantaba protesta alguna:
Oh, por favor
Oh, solo quiero (¡matarla!)
Oh, a punta de navaja
Eso ocurría en 1987, fecha de lanzamiento de «Mis problemas con las mujeres» de Loquillo y sus Trogloditas . Eran, sin duda, otros tiempos que hoy parecen tan lejanos como el «Simca 1.000» que evocaban los Hombres G. Acuérdense de ese temazo «Sufre mamón» y su letra de amante despechado: «No te reirás nunca más de mí
Lo siento nene vas a morir».
Era su manera creativa de expresar amor, celos o un sentido de la posesión que justificaba cualquier aberración. ¿Licencia poética? ¿Libertad creativa? Letras hoy inaceptables de acuerdo con la corriente que expresa no sólo lo políticamente correcto. También la sensibilidad para con un drama que es una auténtica lacra.
Volviendo al Carnaval, el caso es que se ha puesto en práctica una normativa que obliga a presentar el listado de canciones que se van a poner en la Rúa de Carnaval. Un grupo de expertos analiza el contenido de las canciones y dictamina si éstas son o no aceptables. Si no pasan el corte, esa canción y su melodía no pueden acompañar carroza alguna.
El método tiene inevitablemente visos de épocas pretéritas. Felizmente superadas. Por lo menos en ese aspecto y pese a la Ley Mordaza. Aquello se llamaba, sin más, censura.
Es inevitable pensar en esa secuencia cuando se implanta una medida como esa de control por muy bien intencionada que sea. Los cantautores considerados antifranquistas nos han contado mil veces, por ejemplo, que debían presentar el listado de canciones que iban a interpretar antes de empezar el recital.
La arbitrariedad regía la elección. Y en función de quien ejerciera esa censura, el artista veía restringida su libertad para elegir el repertorio. Más que un listado de canciones prohibidas había un listado de prohibiciones coyunturales a criterio del censor de turno.
Ocurre que, a veces, una determinada decisión o actitud puede estar cargada de las mejores intenciones. Lo que no siempre significa que sea provechosa. Prohibir el alcohol y la errante «Ley seca» no acabó con el alcoholismo. Lo hizo clandestino e incluso glamuroso. Alimentó las mafias y a sus capos. Como las drogas sintéticas. Toda prohibición lleva aparejada un mundo oscuro y subterráneo casi inevitablemente. Como en el caso del juego. O de la prostitución.
En mis tierras, Carnaval ha sido sinónimo de transgresión. Solíamos decir una frase para justificar el desmadre. «Per Carnaval tot s’hi val», «En Carnaval todo vale». Era cuando lo de disfrazarse de mujer era ya una especie de provocación, de romper la norma, pisotearla. De ocurrencia loca, de burla.
Y luego está la figura del «Carnestoltes», el Rey del Carnaval, el personaje que encarnaba lo lascivo y la invitación a la locura. Él llamaba a dar rienda suelta al libertinaje y a la crítica mordaz. Contra todo, empezando por los guardianes de la moral. La Iglesia en primer lugar. Y todo lo que rezumara a autoridad.
Por eso llama tanto la atención un comité cuya función es supervisar las letras de las canciones. Igual, hasta los ritmos o estilos, si estos acaban por asociarse a letras que contravengan el espíritu de la norma.
Hay una frontera ética muy difusa, delicada, cuando se toman medidas que suenan a censura para proteger la libertad y las libertades. Y lo que es decente o no. Es un tema espinoso, controvertido. De antaño.
En el mayo francés del 68 se coreaban consignas como «Prohibido prohibir». La izquierda revolucionaria estaba en esas. Deseaba un mundo más libre, menos normativizado, más acorde con un espíritu rebelde.
¿Lo que ahora se lleva en nombre de la libertad es prohibir? ¿El ocaso de la autoridad moral de la Iglesia coincide con el surgimiento de una nueva autoridad moral de nuevo cuño?
✕
Accede a tu cuenta para comentar