Paloma Pedrero

Ángeles de la calle

Iba a la plaza cercana a mi casa a reunirse con sus amigos y beber cerveza o fumar yerba. No lo hacía cuando cuidaba a sus nietos; uno de ellos la había convertido en abuela con treinta y tantos. Me gustaba observarla, tan atractiva. Ver cómo se relacionaba con un mundo que le había arrebatado casi todo. Pero ella no emanaba rencor. La mujer de la plaza sonreía y le gustaban los perros a rabiar. A la mía le tiraba la pelota incansablemente y luego se acercaba hasta la fuente y le traía agua fresca en una bolsa de plástico. Apenas hablábamos, ella siempre estaba acompañada de alguien, de otros que van a las plazas porque no tienen dinero para ir a los bares. Algunas cosas me contó de su vida, cosas muy duras. Un día le comenté que yo hacía teatro con personas heridas o sin hogar y le invité a asistir. Ella me dijo que sí, que cuando comenzara un nuevo taller le avisase, que el tiempo se le hacía interminable con tanto paro encima. Me ilusionó pensar que la tendría de alumna. Y de vez en cuando seguí yendo por esa plaza a verla. A observar la capacidad de los seres humanos para sobrevivir sonriendo.

Llevaba yo tiempo sin ir y el otro día me pasé por allí. Pregunté a uno de sus amigos por ella. Se le demudó el rostro. “No, no vendrá, falleció, murió de un infarto fulminante”. El vuelco de mi corazón fue brutal, como mi asombro. Mi ángel vivo de la plaza tenía 46 años. Dos hijos. Dos nietos. Y más belleza que escultura alguna. Y no la olvido. No puedo olvidarla.