José Jiménez Lozano

El barro y otras consistencias

Según algunas, sin duda sorprendentes informaciones, en Canadá se está extendiendo, para la fabricación de los muros de los edificios, el sistema del tapial, y una timada decisión se ha tomado por consideraciones prácticas, aunque probablemente haya que disimular la presencia del barro, difícil de entender para una mentalidad condicionada como la nuestra, incluso si Walter Gropius, ya se mostró horrorizado ante la opresiva fealdad en las construcciones del mundo desde que se decidió poner al hombre en «hábitats» alta y espiritualmente higienizados y relucientes de aluminio y cristal.

Y esto porque se supone que el hombre de hoy es un hombre nuevo, el hombre de la post-historia, que ya no necesita casa, puesto que se ha conseguido hacerle olvidar lo que una casa era, hospedándole en, digamos, una estancia sin rastro de hombre, geometría mínimalista, materia transformada y pulida por la máquina, sin huella de mano humana, gelidez de líneas puras que cierran con dureza un espacio.

Así se significa la ruina de la vieja cultura, que era una cultura de medidas humanas, porque el universo mundo se medía por la estatura de las esperanzas y de los desesperos de los hombres, y ahora se pretende que esto no cuenta, y por lo tanto ni la idea misma de casa. Esto es, la casa «como centro del mundo», que ha dicho con toda razón John Berger, porque ciertamente en ella se cruzan la línea horizontal del vivir con la vertical que viene del pasado, de los muertos, y se alarga por las generaciones de los que nazcan.

Nuestro instinto imitativo y de redil, nuestra espontánea admiración de la grandeza y el fulgor, que es el fruto de una cultura levantada por el poder nos ciega para las bellezas más profundas, porque también nos ciega y hace sordos para lo verdadero que es su fontana. Según la estética de Port-Royal no podrían ni deberían admitirse bellezas construidas como puros «faux brillants» y «ens fictum»; esto es, los falsos brillos y el ser fingido e inane, ni las «ventanas pintadas» que no son reales y no dan a parte alguna, de las que habla Monsieur Pascal. Pero la realidad del barro es tan seria y tan humilde y reluctante a esos falsos brillos y relucencias, y es tan nonada, que ciertamente el arquitecto o alfarero que a él se enfrenta diríamos que lo hace como Melville, se enfrentó a ballenas, es decir, a un desafío en el que se jugaba todo, sencillamente porque el barro no le dejará mentir. Y podemos pensar, por ejemplo, en los ceramistas que han barroquizado la sencillez del cántaro o de cualquiera otra vasija y comparando estos barroquismos con la simpleza de aquellas otras vasijas enterradas junto a muchos hombres, porque el hombre necesita compañía en lo oscuro; pero no podrían hacernos esa compañía las relucencias, sino solamente aquello cuya belleza nos lacera, nos alegra, y se introduce en nuestra vida como compañía de nuestro mismo ser.

El arte cisterciense, aparte de nacer, desde luego, de ciertas nuevas posibilidades técnicas respecto al trazado de los arcos apuntados y el rasgado de los muros para abrir en ellos grandes ventanales, brota de la furia iconoclasta de un espíritu que odia los brillos y las fascinaciones figurativas y siente terror ante el poder de la belleza, aunque luego la haga nacer él mismo sin querer, en la mínima forma que revela el ser de lo que es, pongamos por caso una columna hermosa por sí misma, liberada de toda añadidura. Exactamente como la estatua cuya belleza decía Miguel Ángel que se lograba liberándola del bloque de piedra que la contenía, o como «la navaja de Ockham» hace el pensamiento exacto y la belleza sin aditamento. Esto es, que apenas se sostiene en nada, o como en una pata de garza o de cigüeña pensativas. El barro necesita, por eso, ser construido con una gran hermosura, porque él no la tiene, como el oro y el mármol, pero puede sostener la del mundo.