Luis del Val

El eterno peñazo

Después de la diplomacia vaticana, que mide el tiempo por siglos, la más correosa y difícil es la diplomacia británica. Lo era antes, cuando poseían un imperio, y lo es ahora, porque tiene a su primo de Zumosol, Estados Unidos, que aceptará sus decisiones, incluso las más extravagantes, de la misma manera que apoya cualquier iniciativa de Israel. Hay, además, otro factor que juega a favor de Reino Unido y es que, gobiernen los conservadores o gobiernen los socialistas, la política exterior es la misma: defensa a ultranza de los intereses de sus ciudadanos.

España, por el contrario, suele cambiar la orientación de su política exterior según el humor del ministro de Exteriores, combinado con el color político del gobierno de turno. La derecha suele ser más pragmática, pero la izquierda se deja llevar por idealismos escasamente rentables, y le pirra apoyar a caudillos revolucionarios, quién sabe si por ese sentido de culpabilidad socialdemócrata, que suele arrastrar el socialismo español, a pesar de la nefasta experiencia que tuvo con los comunistas, antes y durante la Guerra Civil. Pese a ello la lista de ministros de Asuntos Exteriores españoles es generalmente buena. Incluso bajo la dictadura de Franco hubo personajes que se batieron el cobre por nuestros intereses, pongamos que hablamos de Fernando María Castiella o de José María de Areilza. En la Transición hicieron un buen trabajo, sobre todo de cara a nuestro ingreso en la UE, Marcelino Oreja y José Pedro Pérez Llorca. Durante el mandato socialista los más brillantes fueron Javier Solana y Paco Fernández Ordoñez; en el periodo de Aznar, hay que reconocer que el ministro de Exteriores era Aznar; hasta que llegó Zapatero, que, combinado con Moratinos, organizó eso que en mi tierra aragonesa llaman un «chandrío».

Me contaba un embajador, de cuyo nombre no quiero acordarme por no perjudicar su carrera, que en una visita al presidente de un Estado de la Unión Europea Zapatero le dijo, señalando a Moratinos: «Este hombre va a solucionar el problema árabe en tres meses». Cuenta el embajador que el estupor del mandatario europeo fue de tal calibre que, durante un largo rato, los traductores estuvieron sin trabajo. Fue Moratinos quien concedió al representante de la colonia el trato de jefe de Estado, y el que obró con tanta generosidad a los habitantes de la colonizada Gibraltar, que, aún hoy, creo que el teléfono les cuesta más barato que a sus vecinos españoles.

Defender los intereses de los pescadores españoles no es de derechas, ni de izquierdas, sino de sentido común. Dejar de hacer concesiones que no reciben ninguna contrapartida es de primero en la carrera, y pensar que quien defiende esto son los franquistas es, simplemente, de tonto contemporáneo de izquierdas, tan parecido, tan semejante, al tonto contemporáneo de derechas, que, al tercer whisky, cree tener la solución invadiendo por la brava la colonia.

El contencioso del Peñón es un peñazo, pero defender los intereses de los españoles es una obligación de cualquier gobierno, aunque produzca más satisfacciones personales ceder espacio aéreo, ceder ante delitos ambientales, ceder ante las aguas territoriales, porque te dicen lo amable que eres, pero en cuanto te das la vuelta comentarán lo tonto que es tu comportamiento. Ni Margallo, ni Rajoy van a arreglar un contencioso de siglos en tres meses. Ni lo piensan. Pero caer antipático es, en muchas ocasiones, algo que va inherente al cargo y a la nómina.