Pilar Ferrer

El final de un gladiador

Rodeado por todas partes. En los últimos días, era el comentario en los círculos políticos y jurídicos sobre la situación actual de Alberto Ruiz-Gallardón, el eterno niño rebelde, aspirante a delfín siempre destronado, provocador al máximo en la historia del PP. Pero esta vez, el órdago era demasiado fuerte, erigido en defensor a ultranza de una Ley del Aborto que ni siquiera contaba con el respaldo mayoritario de su partido y del Gobierno. Fue en la reciente cumbre de Sigüenza, durante la reunión de Mariano Rajoy con la cúpula popular, cuando el presidente decidió dar marcha atrás en esta polémica reforma. Un proyecto en el que nadie podía aventurar, y muchos todavía no entienden, que Gallardón se implicara tanto y llegara tan lejos. Él, tantas veces ejerciente de «progre», mimado por una izquierda que hoy le critica y le tacha de altamente conservador.

«Es tan inteligente que a veces se pasa», solía decir su padre, don José María Ruiz-Gallardón, al definir la personalidad de un joven que entró en política de adolescente. Su trayectoria, bien conocida, es la de quien en todos sus puestos ha conjugado preparación y provocación, retos y alternativas, desafiando a tantos que le llevaron a ser ese llamado «verso suelto», después, con sutileza, reconvertido. Cuando Alberto fue nombrado ministro de Justicia, algunos le alabaron y otros se sublevaron. «Le acabará creando un problema a Rajoy», advertían muchos en el seno del PP, cuando empezaron a ver el calado de la gestión del nuevo ministro. Hizo nombramientos extraños y, sobre todo, concitó las iras de un sector conservador de la Judicatura. Tal vez por ello quiso compensarles con la reforma del aborto y se equivocó. Era delicado jugar con un tema de enorme complejidad individual y moral.

Alberto termina ahora su vida política como la empezó, llena de contradicciones, desde la secretaría general de Alianza Popular, pasando por la Comunidad y el Ayuntamiento de Madrid. Y tal vez sea el único que, a través de todo este tiempo, supo salir a flote. Quizás por su afición al paracaidismo, deporte que abandonó al nacer su primer hijo. Esos saltos al vacío, casi doscientos en su vida deportiva, le han llevado en la política a romper moldes. En su cargo como ministro de Justicia los ha desbordado, afrontando unas reformas muy impopulares. En los últimos tiempos, el malestar era enorme en todos los sectores judiciales, tanto progresistas como conservadores. Y el aborto no podía ser un parche para una gestión ya muy discutida.

Llegó al Ministerio de Justicia curtido en el partido, en la Administración local, autonómica y central, cual jacobino frente a un nuevo sistema de elección de jueces, una Fiscalía en casos de enorme relevancia política, excarcelaciones de etarras, reveses en sentencias delicadas, doctrinas europeas a combatir, una Administración judicial anquilosada y una reforma de la ley del aborto que ha sido su final. «Quiso ser un gladiador, pero no se puede luchar contra todos», dice alguien que bien le conoce desde hace años. Muchos en el PP piensan que fue demasiado lejos en algunas reformas en la Justicia y que intentó retar al propio presidente Rajoy, apostando por una ley del aborto que tampoco era una demanda urgente en la sociedad española. Algunos de sus amigos íntimos le habían aconsejado aparcarla, pero Alberto se empecinó. Nadie duda de su inteligencia, pero en esta ocasión calculó mal la jugada y acabó, de verdad, creando un problema, una división en el Gobierno y en el partido.

El día que, allá por el año 2008, perdió un pulso enorme contra Esperanza Aguirre, él mismo lo admitía: «En política, unas veces se gana y otras se pierde». Muy cierto. Melómano empedernido, Alberto es como una nota de piano, que toca a la perfección, sin querer nunca desafinar. Hace años, el propio Gallardón me lo decía : «Mi mundo es la música, la política es sólo un paréntesis y saldré de ella cuando mi cabeza y mis sentimientos me digan que esto tiene un límite». Así ha sido. Muchos que le lisonjeaban harán ahora leña del árbol caído. Son las miserias de la vida política. Alberto Ruiz-Gallardón, el «enfant terrible», nunca dejó indiferente a nadie. Como buen gladiador, jugó y luchó. Pero esta vez le falló la estocada final.