José Antonio Álvarez Gundín

El hombre de las mil derrotas

De Rubalcaba lo que más le gustaba a la gente era su utilizario, un Skoda rojo de andar por casa, porque revelaba probidad en el gasto y una mimetización con las estrecheces de las clases medias. La modestia del poderoso siempre despierta la simpatía del pobre. Sin embargo, ni los más confiados le comprarían el coche, no porque el vehículo, casi sin estrenar, suscitara sospechas, sino porque el sospechoso era él, del que nadie se fiaba del todo. Tal vez era más inteligente que listo, menos carismático que conspirador y demasiado profesoral para arrastrar a las masas. Aunque conservó su olfato legendario, que le permitió sobrevivir a todas sus derrotas, nunca estuvo sobrado de clarividencia. Por eso perdió estrepitosamente frente a Rajoy y por eso se hundió todavía más en las elecciones europeas. Los últimos meses, su sombra transitaba las desoladas estancias del PSOE y levantaba a su paso murmullos de piedad, más que de censura.

En realidad, antes que un protagonista con vocación de cambiar el destino de la historia, Rubalcaba encarnó ese conformismo fatalista del «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer» con que el PSOE quiso solventar la herencia envenenada y aún no resuelta de Felipe González. De todas las guerras de sucesión que libraron los socialistas, él siempre apostó por el perdedor con un acierto pasmoso: Almunia contra Borrel, Bono contra Zapatero, Trinidad Jiménez contra Tomás Gómez y cualquiera contra Susana Díaz. Ni siquiera Pere Navarro pudo soportar su apoyo incondicional. Tampoco le acompañó la fortuna a la hora de escoger a sus colaboradores más estrechos: de tan mediocres no le sobrevivirá ninguno en los puestos de mando. Sin embargo, y a falta de mejor tino para elegir a sus socios, el viejo, astuto y letal dirigente desarrolló el instinto darwinista de medrar a la sombra del vencedor, del que se hacía consejero imprescindible. Lo fue de González, se consagró con Zapatero y lo ha sido de Don Juan Carlos. También lo hubiera sido de Rajoy de permanecer unos añitos más en activo. El propio presidente del Gobierno no escatimó ayer los elogios para quien «siempre ha tenido una actuación muy positiva y muy constructiva con España». Es cierto, en un trance tan delicado como la sucesión en la Corona actuó con lealtad y eficacia. Lo mismo cabe decir grosso modo en asuntos de Europa. Así que Rajoy, de tanto fajarse ambos en el cuerpo a cuerpo semanal, acabó cogiéndole afecto más por rutina que por admiración. Como adversario es justo reconocerle su utilidad. Tal vez el epitafio político que mejor le recuerde sea: Quiso cambiar España y deja un PSOE que no lo reconoce ni la madre que lo parió.