Nueva York

El ruiseñor clásico

A los tres años, los vecinos le llamaban «El ruiseñor de Linares», y lleva más de medio siglo trinando de rama en rama, quiero decir de escenario en escenario, sin que haya decaído la afición que le sostiene en América y España, y sin olvidar que fue número uno en países como Rusia o Japón. Si en México es una figura indiscutible, en Nueva York resulta un artista tan familiar que es de las pocas personas en el mundo, y la única española, a las que la ciudad de los rascacielos, la más cosmopolita del mundo, ha galardonado en dos ocasiones. En medio siglo cambian los gustos, las tendencias y el ranking de los artistas, y existen pocos que soporten estas variaciones o no les sea dado el protagonismo de contemplar su propio ocaso. Raphael es una de esas excepciones, un insólito misterio de pervivencia que ha demostrado en la última semana llenando a diario el Teatro de la Zarzuela de un público variopinto en edad y uniforme en entusiasmos. Lo de las variaciones de edad es casi lógico, porque la mayoría de los de su generación no suele salir a conciertos, y acostumbran a acudir «las hijas de las madres que amé tanto», e incluso alguna nieta, que son las que ahora le aplauden y jalean, sin olvidar el sector masculino.

Suele comentar Miguel de los Santos, con cariñosa ironía, que Raphael piensa que todas las canciones son la última, y de ahí ese denuedo, esa entrega, como si se tratara del colofón, aunque haya comenzado el recital. Por cierto, lo del recital fue una imposición de él, a principio de los años sesenta, que pareció entonces un acto de soberbia y del que se han beneficiado todos sus colegas. Porque hasta entonces, en las actuaciones, el cantante interpretaba su repertorio y el público bailaba. Al artista más encumbrado se le trataba como a la vocalista desconocida que actúa en unas fiestas patronales, hasta que llegó Raphael y reclamó la atención que se presta a un tenor o a una soprano, o al pianista que protagoniza un concierto. Y, contra todo pronóstico, llenó el Teatro de la Zarzuela, de Madrid, que viene a ser su templo fetiche, al que siempre vuelve, como retornó tras su resurrección, luego de haber pasado por el infierno de una enfermedad que amenazaba con ser la última.

Es difícil encontrar el término «último» en Raphael sin que aparezca la palabra «siguiente». Creo que fue hace más de 30 años cuando le dieron el premio Uranio por haber vendido más de 50 millones de discos, y ha debido de repetir la hazaña. Y, curiosamente, fuera de los focos es la persona discreta y sencilla, que calla más que habla, y escucha a los demás, incluso cuando decimos cosas escasamente interesantes. A lo mejor es una parte del secreto de que «El ruiseñor de Linares» se haya convertido en un ruiseñor clásico, en una demostración de que hay carbones que siguen proporcionando luz y calor, sin que la combustión los desgaste.