Ángela Vallvey
Fauna
Decía Carlos Fisas que es achaque de las ruinas pedagógicas modernas, como de la aristocracia antigua, echar la culpa de todo a un solo hombre cuando nos podemos agarrar a él como figura que sobresale. Es cierto. Para lo bueno y lo malo, le colocamos a un nombre propio toda la responsabilidad sobre una cadena de acontecimientos que, seguramente, precisa el concurso de muchas voluntades. Qué más quisieran algunos que poder ser los únicos responsables de desaguisados monumentales. Aquí sería imposible tanta organización. Habitualmente nadie tiene la culpa exclusiva del desastre. Las calamidades se van erigiendo de a poquito. Son muchas las variables que intervienen hasta desembocar en un trance. Pero al españolito –y me pongo la primera– le gusta poder rabiar, con la sangre ardiendo como un café con leche madrileño, y señalar a un chimpún. Así se queda uno aliviado. Se ofrece una explicación satisfactoria y puede maldecir a gusto las muelas de los antecesores y sucesores del fulano que haya resultado en «causante» del estropicio. El proceso no tiene por qué ser científico ni producir resultados verdaderos. Basta con que calme el ansia viva del ciudadano amoscado y descompuesto. Creo yo. Colijo lo tal de resultas de lo que estamos viendo con el asunto del ébola. La incompetencia de las autoridades competentes suele excitar el ánimo ciudadano, que precisa cortar simbólicamente unas cuantas cabezas para apaciguarse. Cuando el respetable se enfurece, no le importa «qué» cabezas, sino «cuántas» y «cuán importantes». Y es que en España no es fácil ser capitoste. La gente con vocación de mandamás no se da cuenta de los riesgos que lleva asociado el cargo. España es libertaria y no perdona a los que mandan. En España, en fin, nuestro animal emblemático no es el toro bravo, sino el chivo. El chivo expiatorio, oiga.
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