Ángela Vallvey

Huellas

La Razón
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La prensa italiana comenta que una turista española ha indignado a los vecinos de Florencia, que la descubrieron subida a uno de los leones de una escultura en honor de Dante, en la plaza de la Basílica de Santa Cruz. Era de madrugada, y la chica estaba «achispada». De todos es conocida la afición de la alegre muchachada bizarra a escalar sobre el patrimonio artístico, cuando no a lanzarse de cabeza desde un balcón, si va con unas poncheras de más, por no decir con un par de auténticos bacines de calimocho «lowcostero» de más, de esos que no solo emborrachan, sino que aligeran las vísceras y bandullos en general provocando recuas de gente con cara atormentada que se retuerce de ansiedad frente a los baños públicos. Horas después de la estúpida guapeza de la maricopas patria, otro pelanas, esta vez canadiense, subió a la cúpula de Santa María de las Flores y orinó en la torre del guardia, parece que delante del propio guardia, que le embutió una multa de 400 euros por la micción más cara de la vida del muchachote incontinente y alcornoque. Hace poco sorprendieron a un grupo de estudiantes escribiendo sus nombres en la cúpula de Brunelleschi, y los hermosos muros de la Alhambra están hartos de procurar refrenar la disentería gráfica de los cafres que quieren inmortalizar sus desbarates anti-ortográficos sobre el arte intemporal de las piedras. Resulta fascinante la obsesión de mucho joven y/o viejuno botarate –de habitual ágrafo, entusiasta analfabeto–, por tratar de glorificar su necedad tarambana dejando una sucia huella sobre la belleza de probada resistencia al tiempo. Cuanto más calavera es el incivil, mayor es su disparatada vocación de intentar perdurar dejando, encima del esplendor del arte, todo lo que es, lo que tiene el animalico: suciedad, ignorancia, afeamiento y descalabro.