Manuel Coma

La agonía de la OTAN

Más bien habría que decir: sigue agonizando. Sus constantes vitales han ido decayendo de año en año y cabría suponer que la retirada de Afganistán equivaliese al ingreso en alguna residencia de instituciones internacionales ancianas, en espera de la extinción. Pero luego vino Putin arrollando el orden europeo y negando con desfachatez absoluta lo que él sabía que nosotros sabíamos que estaba haciendo pero no osábamos decírselo, para no exasperarlo y sabiamente no empeorar las cosas, lo que denota un alto grado de intimidación y acoquinamiento que tampoco nos permitíamos confesárnoslo a nosotros mismos, convenciéndonos de que se trataba de una política de paciencia y prudencia con la que haríamos ver a Putin no ya lo impropio de su conducta sino incluso lo perjudicial que resultaba para su país y sus propios intereses, con lo que finalmente conseguiríamos un acuerdo diplomático sumamente doloroso para Ucrania, el orden internacional y nuestra propia dignidad, pero que calmaría para siempre al desasosegado dirigente ruso, procurándonos «paz para nuestro tiempo», como proclamó el británico Chamberlain a la vuelta de Munich en 1938, tras acceder a que Hitler desmembrara Checoslovaquia, creada apenas veinte años antes. A todo ello vino añadirse el tsunami yihadista que se incubó en Siria y estalló repentinamente en Irak. Aquí la toma de conciencia ha sido intensa y exenta de las ilusiones que nublan el más cercano tema ucraniano y se produjo cuando quedó claro que el Estado Islámico no se arrellanaría cómodamente en el reseco califato sirio-iraquí, sino que lo utilizaría como trampolín para volver con fuerza a nuestras tierras con el decidido propósito de reeditar entre los infieles cuantos 11-S y 11-M fuera capaz. Si existe institución en el mundo que por su naturaleza pueda y deba hacer frente a esos peligros es OTAN. En los días que precedieron la cumbre se concibieron ciertas esperanzas de que la magnitud de los desafíos actuaría como revulsivo que insuflase un hálito de vida en la institución defensiva occidental, que por lo que parece ha sobrevivido a su tiempo y funciones. El apremiante deber ser no ha conseguido imponerse sobre el letárgico ser y la cumbre bienal no ha servido para sacarla de su sopor y ponerla a la altura de las circunstancias. Algunas cositas, ¡cómo no!, se han acordado. Mucho menos de lo que habría sido necesario, faltas de concreción, a reserva de que lleguen a cobrar forma posteriormente y, por supuesto, a merced de la endeble voluntad de unos miembros que suelen ejercer su soberanía incumpliendo lo acordado. Así por ejemplo, los mínimos de gasto en defensa expresados en porcentaje del PIB no se aplican prácticamente jamás. El compromiso vigente del 2% viene del 2002. De 28 socios, sólo EE UU, el Reino Unido, Grecia –frente a Turquía– y Estonia lo respetan, aunque las previsiones presupuestarias indican que la aguerrida Inglaterra dejará de hacerlo el próximo año. Se ha hablado de crear un fuerza de despliegue rápido, para auxiliar a nuevas potenciales víctimas de las codicias de Putin, pero no se nos explica qué pasó con la que ya existía. Para rapidez, lo mejor es que esté en la frontera, pero no se trata de incomodar al amo del Kremlin, así que sólo el cuartel general de mando estará cerca del peligro. Eso si llega a existir.