Joaquín Marco

La mirada fría

El mal existe y, en ocasiones, se encarna en un ser humano. La historia de José Bretón excede los límites de un crimen y parece la encarnación del mal. El país entero vivió estremecido una historia que se inicia con la denuncia del hombre que dijo haber perdido a sus dos hijos de 6 y 2 años en un parque. Durante un año y medio las investigaciones policiales se centraron en la finca de «Las Quemadillas» hasta que la providencial aparición del antropólogo Francisco Etxeberría iluminó los hechos. Captó no sólo la naturaleza humana de los huesos y dientes no calcinados, sino hasta la posición de los cuerpos y su edad, que serían más tarde confirmados por otros expertos, incluido el informe policiaco que rectificó una primera apreciación. Se sabía que la venganza contra Ruth Ortiz, la madre de los pequeños, que había decidido separarse de su marido, podía constituir un móvil, pero era difícil creer que la fuerza del odio llevara al asesinato de sus propios hijos para hacer daño a su mujer. Los abismos del alma parecen insondables. Resulta difícil creer que una trama tan cruel urdida por una mente humana pueda convertirse algún día en una novela o en un filme. Podemos contemplar cada día por la pequeña pantalla cientos de muertes violentas imaginarias y otras reales en los telediarios, pero un parricidio es algo muy distinto. En la escala de valores que rige nuestra sociedad cuesta incluso imaginarlo. La realidad, sin embargo, supera cualquier tipo de ficción (el tópico es cierto). Bretón había amenazado, según los testigos del juicio celebrado en Córdoba, en varias ocasiones, a su mujer cuando decidió separarse: «No se va a salir de rositas». También había proferido vagas amenazas de muerte, aunque difícilmente hubiera podido pensarse en la vida de sus propios hijos. Durante el juicio, que suscitó, por las características del delito, la atención del público y se transmitió en buena parte por televisión, José Bretón fue objeto de toda suerte de comentarios, ninguno absolutorio.

Lo más inquietante de este personaje, que se autodefinía como poco inteligente, era la sugestión de una mirada inquisidora, fría e inquietante. Parte de unos ojos más redondos que almendrados, sin apenas motilidad. Los psicólogos que dictaminaron sobre su salud mental lo consideraron normal, pero hay algo en este personaje, que se traduce por la expresión de la mirada, que refleja un mal interior del que tal vez ni él mismo es consciente. Porque en sus declaraciones se mostró seguro, aunque de voz débil, pero insensible ante las más duras acusaciones. Cabe reflexionar sobre esta mirada que al cruzarse con una de las testigos la llevó hasta el llanto y le imposibilitó su declaración. En el mirar advertimos la voluntariedad; queda lejos del observar o del ver. Fue una de las claves de una escuela cinematográfica francesa. Cuando miramos, transmitimos algo que se traduce. Por esta razón es calificable. La mayor parte de los comentaristas que retransmitían el juicio hicieron hincapié en la naturaleza de esta mirada penetrante que poseía algo de maligno y, a la vez, de indiferente. Tal vez por esta razón la Policía evitó que José Bretón cruzara su mirada con la de Ruth Ortiz, que se hallaba entre el público en la sesión en la que se leyó el veredicto del jurado. Lo componían siete mujeres y dos hombres. El portavoz, tras amplios debates internos, leyó las consideraciones que acompañaban las 21 preguntas que les había propuesto el juez. La buena fundamentación de las respuestas, que le llevaron casi una hora leer al más joven de los dos varones, nos ha reconciliado con una institución que, por nuestra escasa experiencia, nos empezaba a ofrecer serias dudas. Pese a no haber podido descubrir el ADN en los restos del horno crematorio, que construyó aquella mente criminal, se consideró al encausado autor material de la muerte de los dos niños. Y se alcanzó el acuerdo por unanimidad, recomendando además que debía cumplir en su integridad la pena a la que pueda ser condenado, la máxima permitida, de 40 años, 20 por cada uno de sus hijos. Todo ello no va a resarcir a su madre de la pérdida, pero el jurado parece esperar más de lo que la Justicia puede prometer, puesto que los beneficios penitenciarios, si los hubiere, son de carácter universal.

Tan horrendo crimen escapa a cualquier consideración moral. Advertimos en él el proceso de una mente torturada, pero, a la vez, la malignidad se expresa en la alevosía y en la premeditación. Es, sin duda, también una muestra más de la violencia de género. En este caso, para llegar a causar el máximo dolor a su pareja el individuo es capaz de pasar por encima de sus propios sentimientos, si es que los tuvo alguna vez. Se aludió por parte de algunos testigos a la severidad con la que trataba a sus hijos, pero esto no puede significar que no haya el menor signo de paternidad en un ser humano. También en las guerras y en el terrorismo los niños de corta edad pueden ser víctimas inocentes. No es justificable en ningún caso, pero mucho menos en una planificación ordenada del exterminio de los propios hijos. ¿Cómo miraría José Bretón aquella pira funeraria pensada y alimentada por él que hacía desaparecer los cuerpos de sus hijos?¿Qué podía pasar por una mente que si no es la de un enfermo criminal, se le parece mucho? El jurado dio su veredicto y sin la presencia de los cuerpos, salvo las escasas muestras óseas que sobrevivieron al crematorio, propuso la sentencia al juez. Los fríos ojos, casi sin parpadeo, del criminal nos estremecieron a todos. Lo veíamos y no podíamos creerlo.