
Joaquín Marco
La protesta turca
El pasado día 5 circuló por las agencias de Prensa la imagen de una mujer joven vestida de rojo que era rociada por un policía con gas lacrimógeno a muy corta distancia. Sin pretenderlo, se convirtió en un símbolo fugaz de las protestas juveniles que se habían iniciado a finales de mayo en Estambul. El primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, había decidido instalar en la zona del parque Gezi un centro comercial y, en consecuencia, arrancar los árboles que allí existen. Pero los rincones de Estambul están protegidos por la historia más o menos reciente. La incipiente protesta del 29 de mayo se extendió a la plaza Taksim y desde allí a diversos barrios y a numerosas ciudades. El día 1 de junio se hablaba ya de un muerto y un millar de detenidos. Pero las manifestaciones en la capital, Ankara, fueron más violentas. Mientras Erdogan, un conservador islámico bien visto por EE UU, visitaba algunos países del Magreb, las manifestaciones fueron sucediéndose y el día 9 de junio se hablaba ya de tres muertos y cuatro mil heridos. Mientras tanto, la plaza Taksim se había convertido en plaza ocupada y símbolo por los «indignados» de diversas mentalidades, edades e ideologías. Un planteamiento antigubernamental cruzó transversalmente el país y Erdogan acusó a la Prensa extranjera y a Twitter como instigadores. Las diferencias entre este movimiento sin cabezas visibles, pero de irritación ante el absolutismo manifestado por el Gobierno, con otros que se han producido desde Túnez a la brutal guerra civil de Siria, son considerables. Los jóvenes (porque en su mayor parte son jóvenes quienes se enfrentaron a la Policía) no protestaban por la situación económica de Turquía, un país de más de 72 millones de habitantes que vive un crecimiento promediado en el último decenio de un 5% de su PIB (el 8,5% en el año 2011). Su paro ha descendido hasta el 11% y la emigración, especialmente la alemana –se calcula entre tres y cinco millones de turcos en aquel país– retorna poco a poco a una Turquía en la que se ha desarrollado especialmente una clase media urbana. Pero Turquía sigue siendo un país de contrastes. Se han construido espléndidas infraestructuras, las universidades acogen a estudiantes que buscan la excelencia. Rodeado de naciones que atraviesan por crisis más o menos graves, el país constituye un reducto en el que el islamismo moderado ha ido ganando posiciones frente al estado laico. Ha conseguido además recientemente el abandono de la lucha armada por parte de la minoría kurda. Desde que el padre de la patria turca Mustafá Kemal Atatürk (1881-1938) proclamó la laicidad en la Constitución y el voto femenino, el desarrollo del país fue creciendo. Pero Erdogan, fundador del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), cuando llegó al poder en el año 2002 y fue reelegido en 2007 y en 2011, logró una considerable evolución económica, aunque algunos vaticinan ya un cierto agotamiento del modelo. Por otro lado, el AKP fomenta la islamización que tiene sus principales enclaves en Anatolia, en el interior, pero que pretende ganar posiciones en las costumbres y formas de vida de los jóvenes, como la limitación del uso de las bebidas alcohólicas o el anuncio en la pasada primavera de la construcción de la mayor mezquita del mundo en Camlica, en las colinas de Estambul. No es, pues, de extrañar que la bebida habitual de aquellos «indignados» de la plaza de Taksim fuese la cerveza. Hay quienes observan el AKP como un partido paralelo al egipcio de los Hermanos Musulmanes –con parecidos tics conservadores– que se opone de algún modo a las ideas del fundador de una Turquía moderna que se apoyó en su inicio en las Fuerzas Armadas, que hasta ahora permanecen en silencio observando con interés el desarrollismo. Una de sus bases económicas fundamentales ha sido también el turismo. Recibió 36 millones de turistas en 2012 y los recientes disturbios no habrán hecho variar mucho los exóticos intereses de los visitantes. En cuanto a los «indignados», si el día 10 Erdogan había decidido recibir a una comisión, al siguiente se produjo el desalojo violento de la plaza por parte de la Policía, destruyendo las débiles barricadas que se habían construido alrededor. Pero una comisión escasamente representativa sería recibida el día 12.
Ya Abdullah Gül, presidente de la República, había advertido de que «una democracia no significa sólo una victoria en las elecciones» y el número dos del Gobierno declaró también: «No podemos permitirnos el lujo ni el derecho de ignorar al pueblo; las democracias no pueden existir sin oposición». Pero esta semana la situación turca debía debatirse con el Parlamento Europeo. La petición de adhesión de Turquía a la Unión Europea tropezó con una grave dificultad, la posición negativa de Alemania y Francia. De haber entrado en la Unión, se habría convertido en la segunda potencia por su población y el islamismo se consideró también otra dificultad para un país que cabalga entre Europa y Asia. Hoy el euroescepticismo ha debilitado el interés de Turquía por pertenecer a la Unión Europea. Han podido comprobar que, sin ella, crecen y logran mayores beneficios a corto plazo y, desde el punto de vista militar, Turquía ya forma parte de la OTAN. La indignación de parte de la población no constituye un sistema opositor concreto que comporte por el momento peligro alguno para Erdogan, quien se postulará al finalizar el mandato como presidente. Pero este episodio no ha de caerle en saco roto. Indica la deriva de un país dividido por algo más sutil que unas ideas políticas o económicas. ¿Abandonará Turquía su permisividad y la convivencia entre el islamismo y el laicismo? ¿Logrará mantener un estado que permita la convivencia? Los jóvenes y la clase media quieren ser oídos.
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