Joaquín Marco

Las dudas europeas

Primero fue una idea. El desarrollo histórico del proyecto avanzó, en su inicio, a buen ritmo, porque la historia no ha fenecido. Éste es su desarrollo a grandes rasgos. Tras las sucesivas guerras entre Francia y Alemania y sus respectivos aliados, en 1948 se creó el European Recovery Program, fruto del Plan Marshall, con el objeto de formar una unificación europea, auspiciada por los EE UU frente a la URSS. En mayo de este año se celebró un Congreso del que nació un Movimiento Europeo presidido por Churchill, Blum, Spaak y De Gasperi y, pese a la oposición británica, en mayo de 1949 se constituyó el Consejo de Europa, compuesto por una Asamblea Consultiva y un Consejo de Ministros. Jean Monnet negoció nuevas organizaciones como el EURATOM o el Mercado Común, fruto del Tratado de Roma de 1957. El camino recorrido desde entonces ha sido arduo y no exento de dificultades de todo orden. Pero la idea de configurar un frente político europeo se debe al general De Gaulle. Los orígenes se sustentaban en las economías de la zona, porque los dos países núcleo de la Unión eran Francia y Alemania, las cuales ya habían firmado con anterioridad la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. La economía se correspondía con una Alemania todavía dividida. Conviene remontarse a estos orígenes para observar que lo que hoy estamos viviendo, como europeos, tiene sus raíces y sus vicios en la idea de crear un bloque de no agresión que debía satisfacer los intereses de dos países que habían ensangrentado el continente y una Gran Bretaña que, ligada por lazos de idioma y de paternidad a los EE UU, quería mantener su independencia frente al exterior. Hace un año y medio que aquella Europa ampliada está sumida en una recesión que los EE UU han evitado, no sin dificultades, gracias a unos principios económicos de distinto signo que los europeos. Pero ahora ya no hay Plan Marshall. Eurostat confirmó que Francia volvió a caer en el primer trimestre de este año un -0,2%. Son ya once los países europeos que se hallan en recesión, entre el -0,3 de Portugal y el -0,5 de España e Italia y el -1,3 de Chipre. Francia se mira en Alemania con un exiguo crecimiento en estos mismos meses, del 0,1 con tendencia a reducir esta mínima décima. No es, pues, de extrañar que gran parte de los países, incluidos los fundadores, estén corroídos por el euroescepticismo.

Una parte de los alemanes piensa si no les resultaría más ventajoso abandonar el euro. La moneda tampoco cuenta con los favores de Gran Bretaña que se abstuvo de integrarse en la eurozona. Y, mientras, en Francia los partidarios de la extrema derecha acentúan, como el resto su ultranacionalismo, François Hollande fue reprendido por Durao Barroso por la pérdida de competitividad de su país y por no acelerar las reformas estructurales. Se suavizó el plazo para cumplir con el déficit, pero el presidente francés mantuvo todavía la tesis contraria a la austeridad preconizada como receta única por Angela Merkel. Según las fuentes comunitarias, el finlandés Olli Rehn, vicepresidente de la Comisión Europea, propondrá a fines de junio situar a España «bajo vigilancia», debido a sus «graves desequilibrios económicos». Y por su paro excesivo. Es cierto que nuestra situación sigue siendo delicada, pero algunos de nuestros males proceden de la política económica impuesta, del desajuste general de una Europa que parece no levantar cabeza. Por si fuera poco, en la Inglaterra profunda crece imparable el UKIP (United Kingdom Indepence Party), un movimiento ultraconservador que socava los principios de los conservadores. Gran Bretaña, que no se encuentra en recesión, ve cómo el nuevo y exitoso partido obliga a Cameron a plantear un referéndum a medio plazo para salir de una Unión Europea en la que desde el principio estuvo a desgana. Los partidarios del UKIP atacan la política inmigratoria de los partidos tradicionales y se apuntan también a una salida de la Unión. Tampoco es tan fácil, porque los grandes empresarios observan con preocupación la posible pérdida de mercados. En una carta pública contabilizan la pérdida de recursos y concluían: «Debemos promover la causa de la participación/.../ los beneficios de nuestra participación superan de manera abrumadora los costes y sugerir lo contrario es anteponer la política a las razones económicas».

La clave de la cuestión es observar en la Unión cómo las intenciones políticas fundacionales han sido ampliamente superadas por una determinada concepción económica que lleva a los europeos hacia el despeñadero. En una entrevista publicada en el barcelonés «El Periódico de Catalunya», Joaquín Almunia, Comisario Europeo de la Competencia, aseguraba que la austeridad que nos acosa es imprescindible «pero los sacrificios de los ajustes están muy mal repartidos». Una vez más traza en su análisis las tres principales razones de la crisis que nos afecta: la dependencia de las empresas del crédito bancario en Europa es mayor que las de los EE UU; no se tomaron decisiones financieras a tiempo, y no existían los instrumentos para hacer frente a esta crisis y «cada país quiso resolverlo a su manera». Tenemos ya otro buen análisis, pero lo fundamental sigue estando en el lugar donde estaba. Nada hace prever que se avance con mayor rapidez, porque siempre hay algún país que vela por sus intereses, colocando su nacionalismo por encima de una institución que, por naturaleza política, se entiende supranacional. Hay demasiadas dudas en Europa y Bruselas sólo está atenta a lo que emana de Berlín. Sin embargo, no parece haber otra alternativa, de momento, que esperar que la presión popular o la imaginación surgida de un posible gobierno de coalición tras las elecciones alemanas de otoño se atreva a tomar profundas decisiones. Esta calma chicha no beneficia ya a nadie y los partidos, a derecha e izquierda, permanecen aletargados.