Ángela Vallvey

Lástima

La Razón
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Es la noticia de los últimos días: un padre ha utilizado presuntamente la rara enfermedad de su hija para despertar compasión y hacer con ello el negocio de su vida. La supuesta estafa del padre de Nadia puede que acabe pagándola cara la propia pequeña si los jueces retiran definitivamente la custodia a sus progenitores y la cría termina desamparada o en manos de instituciones. De ser así, la niña sería víctima de su padre, de la propia Ley y de una insensata situación, injusta y vejatoria. Si bien, además del doloroso drama humano, detrás de este caso emergen elementos reseñables. La sociedad española tiene un pedigrí solidario digno de todo elogio. Responde de forma admirable a los llamamientos de ayuda. La enfermedad, las situaciones de precariedad y los niños en estado vulnerable suelen despertar las conciencias más adormecidas. La telecracia en que vivimos, apoyada por la potencia comunicadora y asociativa de las redes sociales, son capaces de movilizar a muchas personas en una dirección. Suelen ser acciones puntuales, exitosas, en las que intervienen la conciencia ciudadana y la solidaridad, aunque siempre bajo el paradigma de sumisión simbólica en que habitamos. Actos que se basan en una buena causa verdadera o, como en el asunto de Nadia, en una causa cuya envoltura es buena y verdadera (la niña padece alguna afección extraña), pero solo en apariencia. La conmiseración y la lástima también son una forma de espectáculo mendicante sensacionalista que sacia la necesidad de realidad cruda del público. El show de la realidad hace tiempo que tomó la televisión. Pero la realidad no puede serlo del todo cuando va dirigida a una clientela, así que, por el camino, termina por convertirse en ficción. La mejor fantasía es aquella que se confunde con la vida. El elemento dramático, la pena, la sensiblería tocan de lleno la ambición de carnaza del auditorio porque logran dotar de verosimilitud a cualquier invención interesada, previamente procesada con un astuto «editing». Las campañas de solidaridad que arrasan desde el televisor e internet están, por supuesto, imbuidas de grandes dosis de buena voluntad e inestimable fraternidad, aunque también de efectismo. Hemos conseguido hacer de la miseria ajena un entretenimiento, un pasatiempo del dolor del otro, una distracción de las penurias, carencias y desdichas del prójimo. Pero es que... el espectáculo debe continuar. Todo es representación. Qué razón tenía Guy Debord: vivimos en la sociedad del espectáculo. Del espectáculo lamentable.