Julián Redondo

Llagas y agallas

De igual a igual en el primer set de la semifinal del Abierto de Australia. Nadal y Federer, dos números uno, no el primero y el sexto de la ATP, hasta que Rafa inclinó la balanza y el peso, la presión y la responsabilidad de tantas finales perdidas machacaron la fortaleza mental de Roger, un partido más, superado. Había empezado el año con nuevos bríos; mostraba avances sustanciales entrenado por Stefan Edberg; volvía a competir con la máxima exigencia a los 32 años. Recordaba al astro aquel que se deshacía de los adversarios con la elegancia de un Petronio, ni transpiraba. En algún set, ni se despeinaba. Despertaba envidia por su insultante dominio en cualquier superficie. Su raqueta despedía bolas inalcanzables, imposibles; su revés era una delicia y cuando necesitaba un «ace», lo fabricaba. Era la máquina perfecta, hasta que coincidió con Nadal, el rival por antonomasia, su cruz como castigo por tanta belleza exhibida. Derramó lágrimas tras derrotas que después de analizarlas al suizo le seguían pareciendo absolutamente inconcebibles. Bajó el pistón. Notó el paso de los años y le resultó dificilísimo recuperar el respeto reverencial de algunos en el circuito que antes no le sostenían la mirada y ahora le retaban con ella.

En el otro extremo, Supernadal, aire fresco, otra forma de entender el tenis y de interpretarlo. Fuerza huracanada, físico abrumador, cabeza privilegiada. Un tipo que juega con dolor, capaz de reinventarse después de padecer lesiones tan complejas que aconsejaban la retirada. Rafa es único, un deportista de tal magnitud que con un boquete en una mano más propia de un agricultor o de un herrero que de un tenista, desafió a la naturaleza, un partido más a Federer, y con llagas y agallas, quien lo iba a decir, le destrozó. Quizá para siempre.