Joaquín Marco

Paisaje urbano

Las ciudades cambian y se transforman y no siempre en algo mejor, pero el paisaje urbano sólo se conoce cuando se descubren sus secretos, cuando se patean las calles. Salvo en las arterias principales, las ciudades españolas muestran las cicatrices de la crisis actual. Abundan los locales y las tiendas cerrados con el conocido letrero de «se vende» o «se alquila» o «se traspasa». La reiteración de oferta ejemplifica que las circunstancias económicas han hecho mella en el pequeño comercio de barrio y no sólo en él, sino también en las grandes superficies, salvo alguna excepción. Es como si los seres humanos dejaran sus habituales espacios a pie de calle y buscaran otros refugios. Este abandono produce una cierta desazón. Pero la ciudad cambia con nosotros, por ello los urbanistas la entienden como algo vivo, pese a que han disminuido los planes de remodelación, las infraestructuras están semiparalizadas y los arquitectos se hallan en desbandada. Sus estudios han cerrado o han disminuido sus componentes y trabajan para países más o menos exóticos. Sin embargo, las huellas más evidentes de la decadencia de la construcción resultan estas casas nuevas que salpican las calles y que se han quedado a medio construir, como si fueran los abandonados esqueletos con los que nos obsequia el desplome de aquel llamado «boom» de la construcción. Otras se encuentran tapiadas, ciegas. Las hay a las que les faltó muy poco para convertirse en viviendas. A ellas acuden algunas familias desalojadas o jóvenes okupas que han hecho del cambio de vivienda una auténtica profesión. Existen ya empresas especializadas en la desocupación, porque a los Bancos, convertidos ahora en inmobiliarias, les conviene más llegar a acuerdos que esperar el lento proceso legal.

En los momentos de esplendor, en diez años el parque de viviendas se incrementó en un 26%, mientras que la población española lo hacía en un 15%. Los promotores inmobiliarios trabajaban con créditos y el traspiés del sector fue tan rápido que los bancos y las extintas cajas pasaron a convertirse en las que hoy son ya las mayores inmobiliarias del país. La desaparición de un público comprador natural ha empujado a las entidades financieras a una actividad que en buena medida desconocen. Las casas a medio construir no pueden finalizarse por falta de demanda y se han convertido en un peligro urbano por su decadencia y salubridad. Posiblemente muchas de ellas no logren acabarse, mudos testigos de una empresa fallida. Sólo en casos contados se opta por la demolición, porque resulta sumamente cara. Abandonadas a su suerte, se convierten en decadentes espectros que pueden generar no pocos problemas. No existe a corto plazo un plan de recuperación, porque tampoco se ha producido una estabilización en los precios. Las hipotecas sobre viviendas, por ejemplo, en el mes de junio pasado se redujeron un 42% respecto al mismo mes del año anterior. Siendo uno de los principales problemas, nadie parece saber cómo absorber las viviendas vacías y estabilizar el mercado a un ritmo y a un precio sensato. Quienes necesitan de una vivienda, si les alcanza, se inclinan por el alquiler. El problema de la vivienda es social. Penden de él la emancipación juvenil o la movilidad de las clases trabajadoras o medias. Y a su decadencia cabe sumar las de las industrias auxiliares o dependientes. En los dos o tres últimos años ha aparecido un comprador extranjero o el inversor institucional que busca viviendas a precios bajos, preferentemente en la costa, o fondos de inversión que captan las gangas del mercado. Pero con todo no dejan de ser compradores secundarios que no afectan a un sector abandonado a su mala suerte. Lo ejemplifica el calificado como «banco malo», la Sareb, que cuenta con 107.000 activos inmobiliarios adjudicados y 90.000 préstamos. Se da la paradoja de que promotores que no lograron vender las nuevas viviendas construidas acuden a la Sareb a comprar, rebajadas, las promociones que en su día cedieron a sus bancos. Porque éstos, ante un cliente que busca comprar una vivienda y posee los suficientes avales, le ofrecen antes el amplio abanico de posibilidades que ellos mismos poseen.

La valoración inmobiliaria en la Bolsa española alcanzó los 20.000 millones de euros. Ha descendido el 93,5%, encontrándose ahora en 1.256 millones de euros. Su pecado fue no diversificar y captar suelo que ahora ha perdido su valor. Frente a las compañías del ladrillo, las del hormigón que cotizan en Bolsa han logrado bajar el volumen de sus deudas y han buscado obra de gran volumen en el exterior. El 80% de sus beneficios procede del extranjero. Por ello, las grandes constructoras se han teñido de verde en el parqué, aunque lejos todavía de aquellos tiempos de gloria. Se habla de que falta mucho tiempo para que se normalice el mercado de la vivienda, del que se dice que puede seguir bajando. Mientras no se haya tocado suelo en este descenso y se empiece a vender el parque de viviendas nuevas y de segunda mano que hoy se encuentran vacías; es decir, mientras los bancos no dejen de hacer una función que no les corresponde, la economía española andará coja. Pero hay un pesado silencio sobre este mundo urbano en transformación que augura que el Gobierno no ve claras las posibles alternativas. Contemplar la ciudad material con excesivos huecos torna visible una crisis que afecta, claro está, también a otros sectores.