Alfonso Ussía

Piropos

La Razón
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Me parece ridícula la campaña anti-piropos de la Junta de Andalucía. El piropo está pasado de moda y costumbre. Un piropo callejero es como un Studebaker descapotable carmesí con sillones de cuero blancos. Una horterada de otros tiempos. El único piropo que queda, y casi siempre de mal gusto, es el piropo de andamio. Una amiga mía de mucho empaque y bastante fea, al pasar junto a un andamio habitado por algunos albañiles, fue piropeada por estos con la voz «¡Guapa!». Jamás se lo habían dicho los piropeadores de acera o de esquina, que eran los más insistentes. Le hizo tanta ilusión que dio la vuelta a la manzana y repitió el deambular por el andamio. Y de nuevo, resonó el «¡Guapa!». Y pasó por tercera vez. Pero el piropo cambió. Le gritaron «¡Pesada!», y refugió su tristeza en su hogar.

Para mí, que la Junta de Andalucía ha equivocado el piropo con la grosería y la mala educación. Un «¡Tia buena!», no es un piropo. Es una vulgaridad. Andalucía, y con especial énfasis, Sevilla, Córdoba y Cádiz son fuentes de piropos ingeniosos y benéficos. A quien escribe, que lleva paso muy acelerado hacia la piltrafa, dos veranos atrás en el Paseo de Pereda de Santander fue piropeado por una mujer bellísima. Probablemente la mujer acudía al oftalmólogo, pero no me detuve a averiguarlo. Y no me sentí ni agredido, ni insultado, sino eternamente agradecido a su preciosa voz y sus altas dioptrías.

«El español ha cambiado mucho. Hace veinte años me decían por la calle piropos muy divertidos y bonitos. Y ahora no me dicen nada», manifestó una conocida actriz americana que frecuentaba con entusiasmo la barra de «Chicote». Los españoles no habían cambiado, pero ella sí. Y no inspiraba al ingenio callejero. Confundir una impertinencia con una cortesía es una necedad. La Junta de Andalucía ha establecido seis tipos de piropeadores, que son en realidad, acosadores. El búho, el buitre, el cerdo, el gallito, el gorrión y el pulpo. No han reparado en el loro, en el poeta, en el sutil, en el discreto y en el jilguero. El jilguero piropea cantando. El norte es brusco en las alabanzas improvisadas, el centro es seco, y el sur luminoso. La anciana superiora de un convento de Sevilla que se dirige a un policía municipal. –Señor agente, ¿Podría ayudarme?–; – Lo que usted me ordene, preciosidad–. ¿Es acaso una grosería? En Bélgica, los piropos son sancionados con multas de 50 a 1.000 euros. Es lógico que los belgas confundan el elogio con el acoso, sobre todo si son flamencos. Un piropo en flamenco siempre suena muy mal. Los rusos son buenos piropeadores, pero su imaginación se detiene en los fenómenos naturales o paisajes preferidos. «Sus ojos son más profundos que el lago Baikal». Ahí no hay acoso. Decirle a una mujer que tiene los ojos más verdes que el Monte Igueldo, carece de originalidad, pero no de buena educación. Por otra parte, el acoso vulgar aún se manifiesta, pero el piropo ha perdido toda su vigencia. Y más aún. No sabe bien donde se mete el grosero de turno. Antaño, ante la grosería, la mujer se ruborizaba o amenazaba con llamar a un guardia. Hogaño, la mujer arrea al grosero un bolsazo o una bofetada, y sigue su camino, tan pancha y tan ancha.

Se me ha olvidado el piropeador de bisbiseos, que al paso de una maravilla femenina se limita a emitir un «bissbbisbiss». Completamente inofensivo. Si el bisbiseante cambia la «b» por la «p», puede considerarse más peligroso porque parece inducir a las mujeres a visitar inmediatamente un cuarto de baño. El «psspsspss» no es correcto, pero tampoco delito.

El feminismo radical y profesional nos está ahogando. Ya no se le puede ofrecer a una mujer la vida por un beso. Confundir piropo con insulto o ingenio con vejación, no es buen camino. En pocos años, los hombres saldremos a la calle con bozal. Tiempo al tiempo.