Ángela Vallvey

Récord

La Razón
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En Santidueña de los Mingos, noble población de rancio abolengo (y lo de rancio está dicho con toda propiedad), recóndito lugar donde paso estas semanas de asueto, mis vecinos están todo el día de celebración, conmemoración y farra desatada. Como ménades romanas de la antigüedad en los idus, pero en modo navideño. O sea, en plan pagano pero semicristiano. La cosa no tendría más reseña de no ser porque, como a sus propósitos no les basta con el día, continúan por la noche. Una elige a sus amigos –no siempre, porque todos a veces nos empeñamos en querer a gente que no nos quiere ni ver–, en ocasiones es capaz incluso de nominar a sus enemigos, pero a sus vecinos..., a sus vecinos los elige la guía telefónica. Que no tiene alma. Así pues, mi vecindario es como un club de baja estofa cuyas calles huelen a roscón socarrado y a vino de oferta. Las panderetas no cesan de desafinar, pero sus propietarios, que necesitarían urgentemente irse de ejercicios espirituales, ignoran tan cascado desentonar. Mi vecino de al lado, el único que hasta la fecha no hacía ruido, ha terminado por claudicar y ha decidido sumarse a esta perenne verbena navideña que pretende conseguir uno de esos records idiotas que luego ni siquiera logran que los incluyan en el libro Guiness porque en cuestión de chorradas es muy difícil batir plusmarcas, pues hay mucha competencia. Hasta este invierno, ese señor que colinda con mi casa, me parecía un tipo cabal. El hombre tenía el buen gusto de no dejarse ver más que un día al año, como Papá Noel. Pero, de repente, se ha operado una transformación en él. Antes se asemejaba mucho a un cobrador de morosos, ahora es talmente un cuadro de Picasso (de su etapa cubista). Muy alterado, también canturrea. Va vestido de pastorcillo (a su edad). Temo que una buena parte de mis vecinos acabará con faringitis. El resto, terminará mal.

Yo antes adoraba la Navidad y venir a estos lares, respirar la paz de las hermosas calles de la población, cargadas de historia, monumentos, bolardos... Sin embargo, todo ha cambiado desde que al alcalde se le ocurrió lo de batir un récord de canto de villancicos y convirtió a los lugareños en una pandilla de zombies con carracas, cascabeles y botellas de anís (llenas). Y hace falta tener más hue**s que una mayonesa para aguantarlos.