Muere Fidel Castro
Se va el caimán...
Para algunos y no sólo para el tarado de Willy Toledo, su amigo Arnaldo Otegi o el propio Pablo Iglesias, la noticia es motivo de pesadumbre, pero estoy seguro de que no ha alterado un ápice el pulso de buena parte de los entusiastas de Podemos, entre otras razones porque apenas saben quién era Fidel Castro. Llevaba el tipo una década enganchado al respirador, y el final de la Guerra Fría y el colapso del comunismo le habían dejado sin papel. Hemos aceptado como un axioma que la de los «millennials» es la generación mejor preparada de la Historia, pero precisamente de eso, de Historia, apenas sabe nada. Para los de la mía, la del denostado Bachillerato, el hoy difunto ha sido un omnipresente aguafiestas. Empecé a oír su nombre en el colegio, mezclado con los de Adenauer, Lumumba o Kennedy y no he dejado de ver su barba y de escuchar su voz en medio siglo. De cerca, en corto, vivo y directo, sólo he coincidido dos veces con el barbudo. La primera en 1980, cuando el tirano acudió a Nicaragua para festejar el primer aniversario de la Revolución Sandinista. Acudí a la cena emocionado, como quien va a visitar a la Virgen de la Encina, y me llevé un planchazo. Se dedicó toda la velada a requebrar, en plan cantante lascivo de boleros, a una fotógrafa norteamericana. A los demás, reporteros de guerra fogueados, no nos hizo ni puñetero caso. Justo diez años después me dejaron acercarme a él en la Universidad de La Habana y el viejo caimán, que se dedicaba en aquellos días a saturar la embajada de España de agentes del G-2 disfrazados de refugiados, me habló casi con cariño, con el tono lastimero de un pariente ofendido, porque Felipe González lo ponía a caldo. Tenía talento el gran truhán. Se pueden decir muchas cosas de él y casi todas malas –basta echar un vistazo al rastro de dolor que ha dejado en América Latina y a los millones de cubanos enviados al exilio–, pero andaba el tirano sobrado de instinto y talento. A diferencia del resto de dictadores comunistas, de los grises «apparatchik» con los que compartió tres décadas dependencia de la URSS, brillaba con luz propia y urdía sus particulares maldades, arrastrando a ellas incluso a los jerarcas de Moscú. En lo suyo, fue un coloso y quizá por eso me da algo de pena que todo lo que comenten hoy los chavales es que anda circulando por las redes sociales un tuit que parece haber subido Hugo Chávez desde el infierno y donde escribe: «¡Aquí estoy, esperando a Fidel!».
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