Alfonso Ussía

Sombra viajera

Las manifestaciones se sucedían en Bucarest, Novi-Sad, Timisoara... Y la policía de Ceaucescu resolvía los desórdenes a tiros. Todos los días, muertos y heridos. Se reunió una muchedumbre junto al horrible y suntuoso palacio que había construído para su gozo el tirano comunista rumano. Creyó que aquella multitud deseaba mostrarle su apoyo y solidaridad. Y apareció en un balcón acompañado de su mujer, Elena, tan brutal y asesina como él. Ningún aplauso en la plaza. Cuando oyó que su presencia era coreada por el pueblo al grito de «Drácula, Drácula», torció el gesto, tomó del brazo a la tenedora del coño de cianuro que eligió como esposa, y recuperó la tranquilidad en el interior del palacio. Sus generales le recomendaron que abandonara Bucarest. Le habían preparado un helicóptero. El helipuerto se hallaba en el jardín posterior del Palacio, y Nicolás y Elena Ceaucescu volaron sobre la multitud con la alegría del sosiego. Sus leales oficiales les habían salvado. Aterrizaron en el claro de un bosque. Y Ceaucescu se apercibió del cambio en el gesto y la mirada de sus leales oficiales. Allí los esperaban militares de los tres Ejércitos, abogados, y altos representantes del Partido Comunista de Rumanía arrepentidos de su pasado pocas horas antes.

Se celebró un juicio sumarísimo, durante el cual el abogado defensor de los Ceaucescu se comportó con mucha más dureza que el fiscal. No se lo creían. Aquello parecía una cruel pesadilla. El juicio se grabó íntegro y se emitió en las televisiones de todo el mundo días más tarde. El que era ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno de España Fernando Morán, lo había adelantado en una entrevista en los informativos de una cadena de televisión en los días previos. «El problema de Ceaucescu es que no se le ha pasado por la cabeza que puede ser ejecutado por los suyos».

En aquel juicio gamberro, cínico y sin garantías –como el poder ejercido por el criminal rumano durante decenios–, Ceaucescu y Elena fueron condenados a muerte. Ella no lo creía. –Tú no me puedes matar porque eres mi soldadito–, le dijo a uno de los soldados que la llevaban hacia el exterior. Fueron fusilados inmediatamente, en la huerta trasera del caserón del bosque. Fusilados por los suyos, por sus leales, por aquellos que habían obedecido sin titubear sus órdenes atroces y criminales contra el pueblo rumano. Los asesinos asesinados.

Cuando los tiranos se sostienen por la fuerza de las armas, son las propias armas sus principales enemigas. Si Maduro persiste en ordenar la detención y tortura de los dirigentes opositores, y sobre todo, la inmisericorde y criminal actuación policial contra los estudiantes venezolanos, no serán los primeros ni los segundos los que se encargarán de derrocar al sátrapa. Serán los suyos, sus propios militares bolivarianos, sus policías, sus comisarios políticos y sus delatores. Venezuela no está dispuesta a callarse. Puede Maduro ordenar la represión y muerte de cien niños más de catorce años. Hasta que un día las armas que usan los suyos para reprimir, herir y matar a los venezolanos vuelvan los cañones hacia él.

La diplomacia es muy cobarde. Quizá por ello es diplomática. No será, como asegura el compañero conductor de autobuses y hoy Presidente de Venezuela, el «eje Madrid-Bogotá-Miami», –un eje muy raro, por otra parte–, el responsable de su derrocamiento. Serán los suyos, convencidos de que su seguridad y futuro son más importantes que la lealtad a un dirigente indigno.

Nadie se atreve a insinuarlo. Pero muy lejos de Bucarest, allá por Caracas, vuela como una nube negra la sombra de Nicolás Ceaucescu.