Lluís Fernández
Un director épico
Muchos años antes de que el gran Cecil B. DeMille se convirtiera en el rey del cine «Colossal», más conocido en España como «pelis de romanos», lo suyo fue el cine moralista con toques sexy, en donde la mujer tentadora de la era de las «flappers» era la desmesurada Gloria Sawnson. El primero que hizo grandes superproducciones fue el italiano Giovanni Pastrone, con «Cabiria» (1914), con efectos especiales, trucajes, grandes movimientos de grúas y travelines del turolense Segundo de Chomón, uno de nuestros grandes cineastas y pioneros del cine español. De ella nación Maciste y la subsiguiente serie de películas de Hércules forzudos que, con el devenir de los años, se convertiría en un género cuyo epicentro fueron Roma y Almería: el Peplum, de romanos en minifalda. El cine de Cecil B. deMille fue una mezcla de cine «Colossal» y amantes pecadores bíblicas, como «Sansón y Dalila» (1949) y «Cleopatra» (1934), interpretada por Claudette Colbert. Sin duda la versión más fastuosa de todas las producidas, incluida la de Liz Taylor, en la que la actriz se presentaba en el palacio del César envuelta en una alfombra, que al desplegarse aparecía sin áspid pero con un sucinto bikini egipcio que desafiaba la imaginación del espectador, como lo hizo el filme entero, con números musicales de un esplendor quimérico y recursos metafóricos al amor de una sutileza obscena.
No hubo otro director con la capacidad épica de éste, ni tuvo parangón por la suntuosidad de sus grandes decorados, la naturalidad para presentar a grandes pecadoras con escuetos taparrabos y lujosos ropajes de lamé para vestir sus superproducciones, entre las que no podía faltar «Los Diez Mandamientos», en donde todos ellos eran incumplidos.
Justamente, Cecil B. DeMille había sido uno de los causantes del Código Hays, que entró en vigor el mismo año de «Cleopatra», por lo que tuvo que ingeniárselas para desplegar todo su repertorio erótico sin que la censura le tocara un fotograma. Lo suyo fue siempre burlar los convencionalismos, moralizar y seguir con ellos, que tan buenos resultados le daban en sus comedias de mujeres tentadoras, donde no podía faltar alguna referencia al pasado bíblico para poder colar de rondón bacanales y grandes orgías.
Fue en la Biblia donde encontró las más apasionantes de las historias: el cautiverio de los judíos en Egipto. De 1923 data la primera versión muda de «Los Diez Mandamientos» (1923), a la que seguirían «Rey de Reyes» (1927); rodada en blanco y negro y con la última secuencia en technicolor, sobre la vida de Jesús, y «El signo de la cruz» (1932), sobre los primeros cristianos en la Roma de Nerón.
Aunque Cecil B. DeMille siguió con el cine épico y realizó «Las cruzadas» (1935), su mayor logro fue repetir «Los Diez Mandamientos» (1956) con un reparto espectacular. Su erotismo era ya senil y sus lamés y decorados de cartón piedra, con mucho oro y plata bruñidas, refulgían en technicolor de forma inusitada. Ése fue su secreto: reconstruir de forma lujosísima el Egipto de los faraones, tanto en la impresionante primera versión como en la segunda, como ningún otro director lo había hecho antes ni lo volvería hacer después.
Tanto Charlton Heston como Yul Brynner no podían estar más atractivos con sus torsos desnudos y su trajes talares, petos y escudos resplandecientes como recién forjados en la fragua más sexy: la de Hollywood. Ni los mejores efectos digitales podrían emular la fantasía de ese Egipto soñado por Cecil B. DeMille.
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