Agustín de Grado

Veredicto sin juicio

La impunidad es incompatible con la democracia, modelo de convivencia que nos convierte a todos en iguales ante la ley. El delito tiene que ser perseguido y nadie puede escapar al castigo. En un régimen de libertades no hay otra forma de acreditarlo que tras un procedimiento judicial transparente y con las garantías constitucionales que amparan a todos, incluido el acusado. Donde las pruebas se impongan a las suposiciones y los hechos a las conjeturas. Todo se enfanga cuando el prejuicio se impone al juicio («¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio», clamó Einstein) y confundimos la necesidad de justicia con la pretensión intransigente de que se nos dé la razón. Erigidos en jueces que descubren la verdad en la opinión mayoritaria.

Los estragos de una crisis económica profunda tienen encendida a una sociedad que, acostumbrada a que todo le es debido, interpreta cada merma en su bienestar como la consecuencia de un robo y no como efecto de decisiones colectivas equivocadas, en las que también pudo participar. Han robado los bancos, los empresarios, los políticos, así, sin matices. Ellos son los responsables. La Infanta Cristina simboliza ese modelo de personajes que, sometidos a juicios mediáticos como carne de espectáculo, adelantan la condena popular, siempre más propensa al linchamiento que a la confrontación desapasionada de los hechos probados con el Código Penal. Aclamamos al juez aplicado que encuentra encaje penal para entregar una cabeza a la opinión pública deseosa de castigar a quienes considera culpables de sus penurias. Repudiamos al magistrado aplicado cuando no encuentra pruebas suficientes con la ley en la mano. La justicia sólo lo es si confirma nuestro veredicto previo. Así nos va.