
Joaquín Marco
Viajeros o turistas
El destino turístico del Sur de Europa lo trazaron los románticos en el siglo XIX antes de la industrialización. Goethe suspiraba por Italia y la presencia de George Sand en Mallorca, junto a Chopin, que fructificó en un libro no exento de críticas, atrajo la atención de Europa hacia la isla. En Andalucía, Washington Irving nos descubrió la Alhambra. Pero tal como lo entendemos hoy, casi como una industria, el sector que mejor resiste la crisis en la que nos vemos sumergidos, es otra cosa. Los viajeros y observadores son hoy parte de nuestra economía. No nos cansamos de publicitar paisajes, cocina y monumentos, zonas aptas para el descanso de multitudes que promocionamos en ferias. Por no desdeñar, ni ponemos peros al turismo alcohólico de Lloret de Mar y a su muchachada. Hemos de mantener una considerable red que ha ido acrecentándose desde los tiempos en los que Fraga observó que ésta podía ser una nada desdeñable fuente de ingresos. Y sigue siéndolo, porque nos hemos convertido en una potencia mundial detrás de Francia, Estados Unidos y China. Pero la palabra turista engloba elementos muy dispares, desde el viajero que pernocta en nuestro país por negocios y pasa tan sólo unas horas, al de playa que viene a resarcirse del mal tiempo que ha debido soportar en su tierra; del que alquila un apartamento cercano al mar, al que se interesa por determinadas ciudades o ha elegido núcleos culturales; del que viaja en grupos organizados desde el exterior hasta el que prefiere la libertad de elegir; desde el que llega en grandes cruceros al que conduce su propio automóvil o roulote. No es lo mismo el viajero que el turista, pero se cuentan pernoctaciones de hotel o de casa rural o de camping. Existe también otro núcleo subterráneo que ocupa establecimientos pequeños o casas o apartamentos no declarados que corresponde a la economía sumergida, pero que crea también empleo y, aunque no genera tantos impuestos, sí produce riqueza y ocupación. La larga lista de turistas o casi turistas puede ampliarse desde otros ángulos: los hay deportivos, que acuden a determinados eventos relacionados con el motociclismo, el automóvil, el fútbol; los hay de congresos, incluso científicos o culturales de primer orden. Hay casi tantos turistas como intereses.
En el año crítico de 2012 el turismo exterior aumentó el 2,3% y así se mantiene más o menos en el presente año. Suspiramos por el exquisito y con grandes disponibilidades económicas, pero en muchas ocasiones hemos de conformarnos con el que antes se calificaba «de alpargata». No importa tanto, porque aquí se dejan siempre algunos euros. Sin embargo, la crisis del sector turístico está íntimamente relacionada con la que devora el Sur de Europa y que nos afecta en otro turismo, siempre apreciado, que es el interior. Se entiende que mientras las noches de hotel de extranjeros vendidas se incrementaron, como apuntamos, las de los nacionales cayeron estrepitosamente, desde 707 millones hasta 405 en 2012. Traducido a euros supondrían unos 6.000 millones con las subsiguientes reducciones de empleo. Esta crisis se distribuye geográficamente de modo muy diverso. La costa catalana, Baleares o la Costa del Sol no tienen problemas, ni la costa de Cádiz, ni las ciudades de Sevilla o Granada. Tampoco Madrid o Bilbao, ni Santiago de Compostela, todos ellos destinos turísticos de primer orden. El turismo exterior ha crecido en Barcelona, donde los cruceros, que de los 132.000 viajeros en 1994, sólo 12.000 salían de Barcelona; mientras que en el 2000 se había logrado el millón y en la actualidad rozan los 2,6 millones, de los que un 80% parten de la ciudad. El turismo supone el 11% del PIB y un 12% del empleo. Sigue siendo un sector que soporta bien la crisis, especialmente porque depende del exterior. El problema reside en la movilidad del de interior. Dado que los españoles estamos atravesando una de las mayores crisis de los últimos decenios y sin esperanza de pronta resuperación, la pata débil de este panorama general es el que representaba antes el turismo interior dado por lo general al gasto. El incremento del número de turistas extranjeros no cubre la movilidad anterior que respondía a las inquietudes de los nacionales. El hecho de que en el pasado año nos visitaran 57,7 millones y subiera, además, el gasto por turista no reduce la sensible pérdida.
El habernos convertido en una potencia mundial no se debe exclusivamente –aunque sea también parte fundamental– al clima y a las costas. El paisaje español se llenó de extranjeros en pocos años y aquellos fueron recibidos con una peculiar idiosincrasia. Nuestra naturaleza expansiva y colaboradora tuvo que ver con la conversión del viajero en turista, con pasar de ave de paso a migratoria. Pero el turismo requiere una sociedad bien trabada, unos medios que poco a poco fueron adaptándose a las necesidades, desde centros médicos adecuados al aluvión a una Policía atenta al pequeño hurto o al despiste del extranjero. En buena medida el nacional que elegía permanecer en España a viajar en cruceros de semana o visitar exóticos lugares que desconocía, inferiores a los de su propio país, contribuyó a hacer más natural la invasión que dejó de ser de temporada, aunque sea lo más frecuente, para pasar a ser de goteo fluido. No resulta extraño observar en buena parte de las ciudades –las hay que soportan una mala e injusta carencia– estos seres multiplicados que contemplan los edificios, hacen fotografías y gozan del privilegio de deambular por calles y plazas. En determinados espacios llegan a agobiar, pero constituyen una bendición para una economía que va perdiendo plumas año tras año.
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