
El ambigú
Descalificaciones en prime time
«La justicia es una cosa seria, demasiado seria para dejarla en manos de los políticos»
En política todo es opinable, las decisiones de un gobierno pueden criticarse o aplaudirse, y por ello los ciudadanos tienen amplio margen para debatirlas. Pero hay un terreno donde la cosa se complica: el judicial. Aquí, las resoluciones no nacen del capricho, sino de un proceso intelectual con fundamentos y motivaciones que exigen cierta técnica y conocimiento. Hay políticos que se comportan frente a resoluciones judiciales como si de un forofo futbolero se tratara: descalificaciones y aspavientos. Uno diría que quienes han jurado la Constitución deberían, al menos, conocer las reglas del juego. Pero la tentación es demasiado fuerte. Así como el hincha grita que el árbitro está comprado porque pitó un penalti contra su equipo, el gobernante indignado proclama que el juez actúa movido por oscuros intereses ideológicos. La diferencia es que al forofo lo escuchamos en el bar de la esquina, mientras que al político lo retransmiten en prime time. La Comisión Europea, en un informe reciente, ya lo expresó: ojo con esas descalificaciones al poder judicial, que no sólo degradan la confianza ciudadana en las instituciones, sino que además hacen que el Estado de derecho se parezca cada vez más a una contienda donde las reglas son lo de menos. La advertencia de la Comisión Europea venía a decir algo así como: «Queridos políticos, si no os gusta una resolución, usad los recursos previstos en la ley, pero dejad de hacer de hooligans». La gran paradoja es que los mismos que exigen respeto reverencial para sus decisiones políticas –esas que cambian de un día para otro en función de la voluble opinión– son los primeros en arrojar sospechas sobre resoluciones judiciales fruto de un ejercicio de técnica jurídica de aplicación e interpretación de la norma al caso concreto. Como diría Aristóteles, «el ignorante afirma, el sabio duda y reflexiona». Quizás en nuestros días deberíamos añadir: «y el político descalifica». Montesquieu, padre espiritual de la separación de poderes, ya estaría pidiendo cita en urgencias: el pobre debe revolverse en su tumba cada vez que oye a un dirigente acusar a un juez de parcialidad por haber dictado una resolución desfavorable. A fin de cuentas, la independencia judicial es la base del edificio democrático. Pero claro, cuando los argumentos técnicos escasean, la muletilla fácil es acusar de conspiración a todo el que no aplauda. Como señalaba el jurista Piero Calamandrei, «la justicia es una cosa seria, demasiado seria para dejarla en manos de los políticos». Y es que, mientras los jueces hablan con autos y sentencias, algunos responden con titulares y tuits. Frente a la fundamentación jurídica se opone la gramática apresurada del trending topic. Resultado: la ciudadanía recibe un espectáculo que se parece más a un derbi futbolístico que a un debate institucional. Las decisiones judiciales pueden y deben ser criticadas, pero no sobre la base de descalificar al juez que las dicta atribuyéndole oscuros y espurios motivos; si estos concurrieran de verdad se estaría ante un delito de prevaricación y se debería perseguir. La libertad de expresión no incluye una licencia para dinamitar la separación de poderes. La libertad de expresión de un responsable público termina donde empieza la responsabilidad institucional. En definitiva, las decisiones judiciales no se critican a gritos, sino con argumentos técnicos. Si uno cree que el juez se equivocó, que lo demuestre con artículos, jurisprudencia y doctrina, no con ataques personales. Porque si convertimos la justicia en un partido de fútbol, los únicos que ganan son los populismos y los extremismos. Y lo que nos quedará será un campo embarrado y las gradas ardiendo. Si la polarización es mala en política, introducirla en el mundo de la justicia es una irresponsable temeridad.
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