Gobierno de España

El relato de Sánchez ha fracasado

La Razón
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Puede que algunos de los actores que han participado en esta larga comedia de cinco meses de duración sienta en su fuero interno –inconfesable, por supuesto– alguna satisfacción por haber alcanzado sus objetivos, pero, de ser así, habrá que decir que su éxito es un gran fracaso político. Pedro Sánchez ha convertido el periodo de tiempo que la Constitución prescribe para negociar las investidura en una farsa inaceptable que ha dañado a nuestras instituciones y a su clase política. A él, el primero. Como escribió el poeta Blas de Otero: «Aquí no se salva ni dios». Puede decirse que algo de la antipolítica que campa en algunas viejas democracias ha entrado también en España por la vía del filibusterismo y la impostura, que utilizan las instituciones y las leyes para bloquearlas. Habrá, de nuevo, elecciones, se supone que para que los ciudadanos recapaciten su voto hasta que se ajuste a los deseos de Pedro Sánchez, que se ha empeñado en gobernar con 123 diputados como si tuviera mayoría absoluta. Antipolítica, decimos, porque no ha habido voluntad de llegar a un acuerdo entre partidos que, declarándose plenamente constitucionalistas, ha rechazado como método cualquier diálogo sobre unas bases razonables, realistas y que afrontara los retos inmediatos que están ya encima de la mesa: sentencia del Tribunal Supremo sobre el 1-O, efectos del Brexit y anuncio de una recesión económica. Nada de esto ha sido suficiente y nos tememos que definirá una manera de entender la política como una actividad que se disputa en un tablero al margen de los intereses generales de la nación. La obsesión por tener una excusa que presentar a los electores, quitarse de encima las responsabilidades y culpar al adversario –lo que se dice fabricar el «relato»– ha primado más que buscar de verdad un acuerdo de investidura. Echar la vista atrás y recordar las «negociaciones» entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias –rehuyendo el encuentro personal– produce estupor. El líder del PSOE –partido, por cierto, que mantiene un disciplinado y sospechoso silencio– es el máximo responsable de este fracaso y, dado el escenario al que nos conduce, las cuartas elecciones en cuatro años, debilita su capital político.

Sin entrar en el «pecado original» –aquella obra de ingeniería robótica que fabricó la moción de censura– que ha llevado a esta situación, Sánchez ha utilizado todos los recursos legales que regula los tiempos desde la primera votación de investidura a la disolución de las Cámaras y, por supuesto, de la función del Rey. Siguiendo el artículo 99 es misión de Felipe VI proponer un candidato tras celebrar consultas, pero debe hacerlo sólo con la información real y veraz que le trasmita quien será candidato. Sánchez no tenía los apoyos y, aún y así, dijo tenerlos. Comprometió al Jefe del Estado al proponer el candidato al Presidente del Gobierno, cuando éste no había negociado con nadie, y podría dar a entender que es el propio Rey quien impulsa su nombre. Sánchez no ha intentado llegar a acuerdos con nadie, sino prolongar los tiempos hasta que transcurrieran los 47 días que obliga por ley tras el fracaso de la primera investidura. Lo ha hecho desarrollando una comedia de muy mal gusto y muy poco aconsejable para fortalecer nuestra democracia. Nadie se ha sentado a la mesa, nadie ha puesto un programa encima y, ni mucho menos, Sánchez tenía un proyecto de Gobierno, ni de cooperación, ni de coalición.

El papel de Albert Rivera, que entró en escena cuando el público empezaba desalojar el teatro, ha tenido una actuación lamentable que ha dejado dañado muy seriamente a su partido, aún más. Pablo Casado, que como presidente del primer partido de la oposición tenía un papel más limitado, ha cumplido por lo menos institucionalmente y se ha reunido cada vez que el candidato socialista se lo ha pedido. Existía una plan claro: si Sánchez renunciaba a que los socialistas navarros gobernasen con el apoyo de los proetarras, podía facilitarse su investidura con el apoyo de PP y Cs. No quiso y ahí cerró una posibilidad de acuerdo, lo que aseguraba su objetivo final: repetir las elecciones. Rivera ni siquiera tuvo el decoro de reunirse con el candidato cuando fue convocado, desentendiéndose del bloqueo y apareciendo luego como una estrella a soltar su monólogo el mismo día que el Rey iniciaba la roda de consultas, para poner una patética guinda final.

La comparecencia de Sánchez en La Moncloa tras el anunció de la Casa Real y de la presidenta del Congreso de que no hay mayoría y que, por lo tanto, se repiten las elecciones, fue un espectáculo bochornoso, impropio de quien aspira a la presidencia del Gobierno, haciendo un repaso de sus logros e iniciando la campaña electoral. Fue incapaz de explicar por qué no ha conseguido sumar apoyos, ni siquiera el de su aliado principal, como lo definía. Efectivamente, Podemos ha impedido en cuatro ocasiones la formación de un gobierno de izquierdas, pero el socio lo ha elegido Sánchez. Es comprensible que ni uno ni otro se fíen, pero, de ser así, debería haber buscando otros apoyos. El próximo 10 de noviembre habrá elecciones y Sánchez confía en mejorar su posición con la conocida estrategia de los «viernes sociales», pero corre un alto riesgo: la sociedad española ha asistido a un espectáculo impropio de una democracia seria y en la que el voto de los ciudadanos no ha sido tenido en cuenta.