Violencia de género

Lecciones del terrible asesinato de Laura

La Razón
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El cruel crimen de Laura Luelmo se suma a una macabra lista de jóvenes asesinadas por depredadores sexuales sin orden moral alguno, más allá de toda capacidad para comprender el dolor ajeno, la rehabilitación y el perdón. El desprecio a la condición de la mujer les lleva a ejercer la violencia hasta sus últimas consecuencias, el ensañamiento y la humillación. Ya sabemos que la especie humana es capaz de crear a ese tipo de seres, que siempre ha sucedido, que no hay nada nuevo con lo que una mujer no haya tenido que convivir, que, por lo tanto, entra dentro de normalidad antropológica. Pero aceptar con resignación este tipo de delitos no ayudará en nada a ponerles límites y combatirlos. No es un consuelo saber que la violencia en el mundo es menor ahora que hace doscientos años, incluso cien, y que una de las razones para este descenso es que antes se ignoraba que un problema –el hambre o la peste– podía tener una solución, ni siquiera que violar a una mujer fuese un problema. Las sociedades modernas se reconocen porque su capacidad para soportar el sufrimiento y la injusticia se ha reducido mucho.

En caso de esta joven profesora de 26 años, recién destinada al pueblo onubense de El Campillo, es especialmente triste por la destrucción de una vida que empezaba a emprender un futuro con una profesión deseada –profesora de Dibujo–, libre e independiente. Su muerte atenta contra todos los valores de una mujer que quiere construir su propio futuro y extiende a todas ellas la idea de que vivir libremente comporta riesgos. No se trata de una psicosis pasajera, sino del reflejo estadístico de que para una mujer, especialmente si es joven, ejercer algunos derechos –el derecho a volver sola a su casa por la noche, por ejemplo, algo que un hombre puede hacer sin mayor problema– le obliga a tomar precauciones excepcionales. Estamos, por lo tanto, ante un problema de índole político, pero también cultural, y debe abordarse desde los dos ámbitos.

El caso de Laura Luelmo entra de lleno en la aplicación de la pena de prisión permanente revisable, que fue aprobada por el gobierno de Mariano Rajoy en 2015 e intentó ser derogada por el PSOE y Podemos tras una iniciativa del PNV. Esta medida no es un disparate jurídico, ni contraviene ningún principio del derecho. Existe en la mayoría de países de nuestro entorno y se aplica bajo los mismos criterios: el asesinato de niños, tras la comisión de un delito contra la libertad sexual, terrorismo y lesa humanidad. En contra de lo que sostienen sus detractores, no es una pena a perpetuidad, puesto que se revisa a los 25 años de cumplimiento y, en caso de extenderse porque la revisión lo aconseje, no excedería los 40 años de cárcel estipulados en el Código Penal. Pese a todo, el Gobierno socialista está a la espera de lo que decida el Tribunal Constitucional sobre la prisión permanente revisable para proceder con el propósito, repetidamente expresado, de anularla.

La sociedad siente como un peligro real este tipo de violencia, una apreciación que va más allá de la opción política de cada cual, que sobrepasa la cortedad de miras de creer que una pena blanda representa a la izquierda y una más dura a la derecha. Creemos suponer que en la definición como «pena inhumana» a la prisión permanente revisable, como hizo la ministra de Justicia, Dolores Delgado, no incluye el tipo de delito que nos ocupa. Un grave error que deja la puerta abierta a las soluciones más tremendas, demagógicas e inaplicables. La cárcel no disuade a determinados tipos de asesinos –eso, desgraciadamente, ya lo sabemos–, pero sí protege y lanza una mensaje a la sociedad: determinados delitos son incompatibles con la libertad. El asesinato de Laura Luelmo debe abrir una reflexión profunda y serena sobre una violencia estructural contra las mujeres al convertirse en un objetivo de un machismo ejercido por psicópatas, pero basta mirar los detalles que se están desvelando de este caso para darnos cuenta que hay agujeros incomprensibles. El investigado hacía dos meses que había salido de la cárcel después de cumplir una pena por el asesinato de una mujer de 82 años, crimen que cometió en un pueblo al lado de El Campillo. Con ese historial delictivo y peligrosidad, es lógico preguntarse cómo es que no existía ningún control, cómo es posible que determinados presos puedan tener beneficios. No hay más camino que la prevención a través de medidas judiciales, policiales y también en el ámbito de la educación. La raíz de esa violencia hacia las mujeres debe ser combatida desde una educación integral basada en el respeto y conocimiento de la relaciones humanas. Debe existir un compromiso serio para poner control al uso degradante en las redes sociales y en la comprensión de que toda violencia ejercida hacia una mujer es una violencia que ataca lo más profundo de una sociedad libre.