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Un 15-M partido en dos

La Razón
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El movimiento ciudadano 15-M, surgido el 15 de mayo de 2011 también en vísperas de las elecciones locales y autonómicas, reflejaba el desconcierto del sector más radical de la izquierda española ante el evidente fracaso económico del último Gobierno socialista y ante la ausencia de liderazgos fuertes, condición que no parecían encarnar ni Alfredo Pérez Rubalcaba, al frente del PSOE, ni Cayo Lara como coordinador general de Izquierda Unida. Se venteaba el cambio político en favor del centroderecha del Partido Popular, como efectivamente sucedería –el PP sacó en las urnas del 23 de mayo diez puntos porcentuales de ventaja sobre los socialistas, preludio de su mayoría absoluta en las elecciones generales de noviembre–, y, ante el hecho consumado, la respuesta de los «indignados», –término que hizo fortuna entre los medios de comunicación– consistió en una enmienda a la totalidad al sistema democrático vigente desde la Transición, que pasó a ser despectivamente denominado como «el régimen», y en la descalificación global de la clase política española, tildada de «casta» y denostada con eslóganes del tipo «no nos representan», como si la voluntad popular expresada en las urnas careciera de legitimidad política frente a los movimientos extraparlamentarios y las asambleas populares. Pero aunque el movimiento del 15-M, compendio del imaginario clásico de la izquierda utópica, no había operado en las urnas, sí demostraba el deseo de renovación de los sectores que hasta entonces venían orbitando en torno al Partido Comunista y a sus movimientos sociales. Así, Podemos surge de la confluencia en el 15M de estos movimientos sociales, pero, también, de la actuación decidida de un grupo de líderes políticos, formados en el mundo universitario y muchos de ellos con estrechos vínculos con Izquierda Unida, incluso de militancia, pero que no habían conseguido tomar el poder en la organización comunista, fuertemente jerarquizada. Hoy, cuatro años después, el 15-M está partido en dos, dividido entre quienes se aferran a un modelo alternativo de relaciones sociales, ya decimos que utópico, que desconoce la legitimidad de la política tradicional, y quienes, como Pablo Iglesias, comprenden que las reglas del juego de las democracias modernas, como la española, no admiten más vías que la representación parlamentaria y la aritmética de «un ciudadano, un voto». Por ello, y ante la inminente prueba de fuego de las urnas, Podemos se aleja perceptiblemente de sus orígenes asamblearios, se estructura como un partido político más y modera su mensaje hacia el posibilismo, con la esperanza de ampliar la base electoral de que disponía Izquierda Unida hacia el centroizquierda. Porque, en definitiva, su rival es el PSOE.