Europa

Bruselas

Vuelve la Europa de las fronteras

La Razón
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No es posible dejar al albur de los cambios políticos nacionales la regulación de unos flujos migratorios que afectan al conjunto de la Unión Europea. Ayer, los gobiernos de Alemania y Austria, forzados por un cambio de mayorías electorales, restablecieron los controles interfronterizos, poniendo fin de hecho al libre tránsito de personas y mercancías que garantizaba el Tratado de Schengen. Hoy, Roma abre negociaciones con Berlín y Viena para ampliar los controles a todas las fronteras alpinas. Tal vez mañana, ante la nueva oleada de emigración irregular que llega a través de España, sean las autoridades francesas las que exijan medidas similares en los Pirineos. No en vano, la llegada en junio de cerca de 6.500 inmigrantes irregulares a las costas españolas supone un 166 por ciento más de desembarcos que en el mismo mes del año anterior, y hace de España el principal puerto de arribo, por delante de Italia o Grecia, de unas personas que, en su mayor parte, quieren instalarse en Francia, Bélgica o la propia Alemania. Así, los hechos, tozudos, demuestran que las cancillerías europeas tratan la cuestión migratoria como una patata caliente, más atentos a los intereses electorales de los distintos actores políticos que a abordar estratégicamente, en el medio y largo plazo, uno de los fenómenos más trascendentales del presente siglo, con unos desplazamientos de población mucho más acusados en el tiempo, incluso, que los producidos tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Se trata, hay que insistir en ello, de una realidad que no admite soluciones ad hoc, como son los repartos puntuales de emigrantes entre los países del sur de Europa, tal y como ha reconocido la propia Comisión Europea, porque esos flujos humanos responden a una multiplicidad de factores y, por el momento, nadie está en disposición de calcular cuál va a ser su evolución en el futuro. La emigración, además, es sujeto propicio de todas las demagogias y está causando un impacto negativo en amplios sectores de las poblaciones autóctonas, hasta el punto de que el «miedo al extranjero» –arraigado en el imaginario popular y reactivado entre las clases más desfavorecidas, que, en mayor medida, tienen que compartir con los recién llegados las prestaciones del Estado de bienestar y los trabajos más precarios del mercado laboral–, produce efectos políticos indeseables como el Brexit, en el Reino Unido, o el ascenso electoral de movimientos nacionalistas, como los registrados, precisamente, en Alemania y Austria. De hecho, la política de puertas abierta de la canciller Ángela Merkel, adoptada en un momento de emergencia migratoria por la guerra civil de Siria y la ofensiva yihadista en Irak, llevó al crecimiento de la extrema derecha alemana y, como consecuencia, a que los conservadores de Baviera, socios en el Gobierno germano, hayan forzado un endurecimiento de la política migratoria. No es sólo el cierre de fronteras, es la adopción de medidas preventivas contra posibles demandas de asilo, como declarar «países seguros» a Marruecos, Túnez y Argelia, en los que, pese a los loables esfuerzos democratizadores, todavía existen minorías con los derechos humanos limitados. De igual manera, tampoco parece acertada la propuesta de Bruselas de crear «campos de confinamiento» de emigrantes en algunos países del norte de África, entre otras cuestiones, porque éstos ya existen de facto y son donde las mafias obtienen sus clientes. Ni es posible cerrar herméticamente las fronteras ni parece que, a la larga, sea conveniente. Pero, en cualquier caso, o Europa aborda de una vez por todas el problema migratorio desde la corresponsabilidad de todos los socios, o se pondrán en peligro las bases de la integración comunitaria.