Tribuna
La Feria del Libro del apocalipsis climático
Las hipercalóricas casetas de la Feria son, en definitiva, confesionarios modernos en los que el sacerdocio de las letras se encuentra con su devota parroquia
A estas horas, un ejército de operarios, pequeños camiones y toros elevadores han tomado al asalto el Paseo de Coches del parque del Retiro para retirar los restos del mayor lance bibliófilo del año: la Feria del Libro de Madrid. A la espera de los datos definitivos, esta ha sido otra cita de récord. Ayer, libreros y editores no podían ocultar su satisfacción… aunque tampoco escondían que la de 2025 ha sido la más paranoide de las ferias que recuerdan. ¿La razón? Una gestión apocalíptica de las alertas meteorológicas de la AEMET que les ha obligado, en varias ocasiones, a bajar la persiana de sus casetas y a cancelar los actos públicos programados.
El segundo lunes de Feria me tocó a mí. A primera hora de la tarde se anunció alerta naranja por «situación meteorológica adversa». Los paneles digitales del parque avisaron de la suspensión de todos los eventos culturales al aire libre y se apremió al desalojo del Retiro a partir de las 19 horas. El protocolo municipal aprobado en 2018 así lo ordenaba: en cuanto los termómetros superaran los 35 grados y hubiera amenaza de vientos de más de 40 kilómetros/hora, debía de aplicarse a rajatabla. Y, obedientes, esa tarde empezaron el desalojo. Yo tenía un coloquio en la Biblioteca Eugenio Trías, en uno de los laterales del recinto, bajo techo, pero la amenaza naranja se ejecutó como si fuera roja. Se nos urgió a desalojar a la hora marcada, paradójicamente, justo cuando los termómetros iniciaban su inevitable descenso. Ninguno entendimos nada. En ese momento, la puerta de salida más cercana ya había sido clausurada por la policía municipal y se obligó a una sala llena de público a caminar como zombis hasta la siguiente. No soplaba ni pizca de aire. «¡No se detengan bajo los árboles!» nos gritaban como si el mismísimo Stephen King nos avisara de una amenaza invisible.
Sin duda, aquel día el protocolo se excedió. Como también sucedió el primer viernes de la Feria. Por su culpa, la tarde de la inauguración se nos brindó la desoladora imagen de un Paseo de Coches sin lectores. Ha habido, claro, más conatos a lo largo de estas dos semanas, y aunque la reacción ciudadana ha sido siempre de imperturbabilidad, ha calado la impresión de que algo no funciona bien en la AEMET y en sus avisos de emergencias.
Llevo veintinueve años acudiendo como autor a la Feria del Libro, y siempre ha hecho calor. ¡A veces, mucho calor! El aleteo de abanicos en las filas de lectores es lo normal. Los escritores llevamos décadas resistiendo en el interior de casetas de aluminio, a pleno sol, sesiones de dedicatorias en las que jugueteamos con rotuladores y botellas de agua que se evaporan. Estar entre 35 y 38 grados es un mal común. Como lo es que los cielos se abran de golpe en algún momento y descarguen lluvia o granizo. Sin embargo, ahora eso se ha convertido en sinónimo de catástrofe… y hemos aceptado la alarma como parte nuestra «nueva realidad».
La memoria me chirría al pensarlo.
En marzo de 2018, la caída de una rama sobre un niño de cuatro años, a plena luz del día, en una de las entradas más concurridas del Retiro, lo cambió todo. Durante meses se habló del envejecimiento de la arboleda, del estado calamitoso de sus raíces y del peligro silencioso que sus diecisiete mil troncos podrían suponer para los visitantes. Seis años más tarde, la sombra de aquella desgracia planea todavía sobre cada encuentro cultural o deportivo que acoge el parque. Nada ha sido lo mismo desde entonces, al menos para sus responsables. Pero, con todo, tras esta edición de la Feria ha quedado claro que los avisos deben afinarse. No es normal que se cierre un espacio como la Biblioteca Eugenio Trías por una alerta concebida para afectar espacios al aire libre, ni que la AEMET haya elevado tanto sus pronósticos precisamente durante el acto anual más multitudinario del elegante bosque urbano de Madrid.
Dicho esto, voy a hacer acto de contrición para no rezongar más sobre la evacuación del lunes. Prefiero quedarme con lo positivo de mis firmas. Como la de aquel lector que susurraba que había sido testigo secreto de mi boda en la mezquita-catedral de Córdoba, siendo sacristán del templo. O la de la viuda de Juan Gómez Soubrier, a quien menciono en una página cualquiera de mi novela El plan maestro, como una de las posibles identidades de ese misterioso «maestro del Prado» que me asaltó hace años frente a un cuadro de Rafael y que llevo buscando desde entonces. Las hipercalóricas casetas de la Feria son, en definitiva, confesionarios modernos en los que el sacerdocio de las letras se encuentra con su devota parroquia. Este año, entre alerta y alerta, he conocido también a un descendiente del pintor Mengs; he contado no menos de diez lectoras embarazadas en tiempo de descuento; he preguntado cien veces si preferían una Ester o una Elena con haches o sin ellas en las dedicatorias, y hasta he atesorado una pequeña colección de tarjetas de visita que tendré que atender en las próximas semanas.
Esas y no las alarmas por «meteorología extrema» –Dios, qué hipérbole– son los recuerdos que guardaré de la Feria que ahora se desmantela, y que ha sido –pese a la AEMET y a ese Protocolo del Apocalipsis– un prodigio de buena organización y felicidad.
Javier Sierraes escritor y premio Planeta de novela.