Tribuna
Hortus in Bibliotheca
¡Qué maravilloso huerto sapiencial, junto a una nutrida biblioteca, en compañía de los seres queridos! Puede que ese sea el paraíso del comienzo y del final
Hay que preguntarse hace cuánto que no nos detenemos a mirar un árbol: acaso, preferiblemente, un árbol frutal, que dé su «dulce y sazonado fruto», como diría Cervantes. O tal vez un tejo, un olivo, una higuera o un algarrobo. A veces joven y otras centenario. Claro que no bastaría con verlos, sino que habría que mirarlos de verdad, con admiración y cercanía, por todo lo que tienen que enseñarnos. Podríamos incluso coger un fruto suyo y probarlo. Depende del paisaje puede ser un árbol mediterráneo, un frutal exuberante, o bien uno de aquellos centenarios castaños del bosque gallego o leonés, tan queridos y, también, por desgracia, tan añorados. En todo caso, entre árboles y vegetación está el lugar ameno («locus amoenus») por excelencia del saber eterno: es a la par frondosa floresta, florido huerto y cercado jardín («hortus conclusus»), en nuestras tradiciones clásicas, griega y latina –como el jardín de las Hespérides–, pero también judeocristiana –como el jardín edénico o el de tintes marianos–; podemos ir más allá, a los «vatikas» hindúes o al jardín de Xi Wangmu en China.
Este es el huerto de los orígenes, el que nos vio nacer, pero también el que nos espera al final de nuestros días. Para toda mitología sapiencial ese jardín simboliza fundamentalmente el lugar del conocimiento trascendente y puro, de eterno retorno, donde los frutos son de oro y procuran sabiduría e inmortalidad. Desde el bien y el mal a la no dualidad. Ya sean las manzanas de oro del Edén o de Hesperia, las naranjas fantásticas de las latitudes meridionales, o los melocotones de la China mítica y del taoísmo, los frutos del jardín sapiencial nos otorgarán un saber más allá de la experiencia. A veces, esos frutos son como libros de una biblioteca inacabable.
Ese huerto primordial es el que se evoca en la filosofía en relación con el nombre de Epicuro, que no en vano ni por casualidad eligió tal denominación, la de «kepos», en griego, «jardín», para bautizar su escuela filosófica. Esta no era tanto una academia o un liceo, al modo platónico o aristotélico, con su pretensión casi universitaria e investigadora, sino una reunión de camaradas en torno a una mesa frugal, con vino y amistad, que integraba a un amplio espectro social (y de género, por hablar en jerga moderna), y lo aunaba con teorías profundas sobre la naturaleza y el ser humano. Tampoco era una «estoa», como la de su escuela rival, que disputaba en el espacio público, pues el jardín es casi un «club» privado de amigos unidos por la afinidad epicúrea.
A Epicuro y su «jardín» lo hicieron grande sus muchos discípulos y evangelistas, en el mundo helenístico y romano. Entre los griegos, hay que pensar en Filodemo de Gádara, en el siglo I a.C., procedente de la Siria helenizada, que llegó reunir en una florida villa en Herculano una enorme biblioteca epicúrea, que luego quedó sumergida por la lava del Vesubio y hoy se va rescatando poco a poco. En efecto, Filodemo, poeta además de filósofo –con versos conservados en la Antología griega–, es recordado especialmente hoy por las numerosas obras suyas fragmentarias encontradas entre los rollos de Herculano. Es la llamada «Villa de los papiros», esencial para la historia del epicureísmo. Pensemos en esta villa ajardinada, que se preservó congelada para la posteridad por el volcán. Desde su descubrimiento en el siglo XVIII, se han ido sacando a la luz algunos fragmentos epicúreos interesantísimos, que versan sobre materias muy dispares, desde la gramática a la ética y la poesía.
Filodemo, tras su formación en el «jardín», llegó a Roma en la época de esplendor de la literatura tardorrepublicana, la de Cicerón. Allí se dice que ejerció su magisterio acaso sobre Virgilio y Horacio. Dejó una huella indeleble de epicureísmo en la poesía romana, que, como sabemos, estaba presente ya desde el siglo anterior al suyo, con la figura imprescindible de Lucrecio. La biblioteca de Herculano que contiene parte de su obra –y que ahora se está rescatando trabajosamente analizando los papiros carbonizados por la lava del Vesubio con modernos medios informáticos– se encontraba en aquella lujosa villa con jardines, presumiblemente propiedad del rico Calpurnio Pisón, en la que vivía y trabajaba Filodemo con sus colegas. Imaginamos con envidia el huerto florido de aquella villa en la Campania, con los amigos de Pisón y Filodemo en alegre camaradería y filosófica charla, entre olivos y frutales, con vino y frutos secos, y también entre sus familiares, esposas e hijas, pues el epicureísmo es famoso por haber integrado a las mujeres en ese «jardín» (como el célebre caso de filósofas como Leontion). ¡Qué maravilloso huerto sapiencial, junto a una nutrida biblioteca, en compañía de los seres queridos! Puede que ese sea el paraíso del comienzo y del final. Y es que, como evocaba Cicerón, tal vez lo mejor en la vida sea mirar esos árboles frutales mientras filosofamos, aunando naturaleza y libros («si hortum in bibliotheca habes, deerit nihil»). Y, desde luego, que si a eso le sumamos familia y amistad, pasaremos de la mejor manera el tiempo que nos quede.
David Hernández de la Fuentees escritor y Catedrático de Filología Clásica en la UCM