Cuaderno de notas

Illumbe, 25 años después

Imagino a mi padre yendo a ver las excavadoras derribar la plaza a la que iba de la mano de su padre un poco como el indio que asiste a la deforestación de su selva.

Apunté en mi cuaderno que ya han pasado veinticinco años desde que se inauguró la plaza de toros de Illumbe en San Sebastián y que hay un momento en la vida en el que uno no acierta a saber si veinticinco años son muchos o pocos. La única medida del tiempo es que cada vez corre más. Cuanto más rápido pasa, menos te queda.

Un cuarto de siglo debiera ser una eternidad. Es el tiempo que pasó desde que derruyeron la plaza de toros de El Chofre hasta que inauguraron la nueva, esta, la de Illumbe. Cuando tiraron la plaza vieja –pusieron allí unas manzanas de viviendas con aparcamiento–, mi padre se hizo una foto en la que aparecía de pie sobre los escombros y escribió un artículo que se titulaba «Siete mil piedras en el corazón», dedicado al Chofre, su querida plaza demolida. Hablaba de su padre, que había muerto cuando él tenía veinte años. Después, él se murió cuando yo tenía veinte años en una costumbre familiar que espero hayamos abandonado ya. Contaba la abuela Elena, que cuando mi abuelo castigaba a mi padre, a veces se lo encontraba en los toros, escapado de su encierro, y hacía como que no lo veía, más orgulloso de su afición que de la desobediencia que acababa de cometer. Cuando los grandes toreros visitaban el Aeroclub que estaba debajo de mi casa, mi padre entraba con mi abuelo a conseguir su autógrafo, y así guardamos uno de Rafael «El Gallo» que reza: «Alsin-pático afisionado Paquito».

Imagino a mi padre yendo a ver las excavadoras derribar la plaza a la que iba de la mano de su padre un poco como el indio que asiste a la deforestación de su selva. Eso era Donosti sin toros: una ausencia, un solar, un vacío emocional como de escombrera, por eso andaban mi padre y otros en un intento para construir otro coso. En ese complot maquinaban Manolo Chopera –empresario de la nueva plaza, ahora fallecido–, Gregorio Ordóñez y otros cuantos activistas de una lucha sentimental cuya victoria muchos no llegaron a ver, entre ellos Ordóñez y mi padre.

Iban a los toros a Burgos, a Tolosa, a Francia, a donde fuera en una diáspora de feligreses sin templo. Frente a ellos vociferaban los antitaurinos que en aquellos días se mezclaban increíblemente con el matonismo propio de los tiempos de ETA. La izquierda abertzale había recogido la bandera de la oposición a la construcción del coso porque iban a talar unas hayas y les parecía mal, naturalmente. Una noche aparecieron en televisión Ordóñez y mi padre debatiendo con los antitaurinos que estaban liderados por gente de Herri Batasuna, y mi padre admitió que le costaba entender que les pareciera mal que se matara un toro y que cortaran unos árboles, pero celebraran el tiro en la nuca. Aquella noche, frente a la tele, mi madre se tapó la cara con las manos.

A Ordóñez lo mataron de un disparo poco después en el comedor de La Cepa, catacumba de los aficionados donostiarras que regentaba Santi Mayor, novillero retirado. A mi padre se lo llevó un cáncer cuatro meses antes de que saliera el primer toro a Illumbe a ese ruedo nuevo que, decían era albero de Sevilla. Ese día publiqué mi primera columna en el «Diario Vasco», un texto en recuerdo a mi aita que no me he atrevido aún a releer y comencé a escribir todos estos textos dedicados a mi padre y de los que él no leyó, ay, ni una sola línea.