Tribuna

El impensable secreto de la cruz de Malta

¿Y si Chatelain, Atienza o Charpentier intuyeron algo real, de proporciones ciclópeas? ¿Y si la cruz de Malta tuviera un porqué geográfico y no solo religioso?

Llevo varios días merodeando por el archipiélago maltés, llenando las tarjetas de memoria de mis cámaras con fotos de cruces. La de Malta, claro, está por todas partes: en banderas, escudos de piedra, proas de barcas, suvenires e incluso en los euros locales. Es un «logo» con un diseño muy particular. Casi hipnótico. En los pasillos de la antigua sede de los Caballeros de Malta, en Rabat, me explican que sus ocho puntas remiten a las ocho bienaventuranzas bíblicas. «Son el recordatorio de los objetivos a los que aspiran los miembros de la Orden», precisa Simón Salafia, erudito de la isla que lleva media vida investigando una historia de 975 años y que ha tenido la amabilidad de enseñarme. «El buen caballero debe tener el espíritu limpio, vivir con sencillez, ser humilde, evitar el pecado, amar la justicia, ser misericordioso, pero a la vez sincero de corazón, y soportar las persecuciones con paciencia. Cada punta de su cruz le recuerda estos mandatos».

«¿Seguro?», lo miro escéptico.

No llego a formularle la pregunta. Salafia, escritor como yo, me habla mientras visitamos el complejo de Wignacourt. El antiguo Colegio de la Orden de Malta es todo un hallazgo. Se trata de un edificio cúbico, solemne, que cobija en sus galerías superiores los retratos de los grandes maestres y, en sus cimientos, la cueva en la que la tradición local afirma que se refugió san Pablo tras un naufragio. Aunque no se lo aclaro, mi suspicacia tiene un motivo. Siendo niño, cayó en mis manos un libro titulado Nuestros ascendientes llegados del Cosmos. Era la obra de un ingeniero francés que había trabajado para la empresa que diseñó los sistemas de comunicación de las misiones Apolo. Maurice Chatelain, su autor, fue el artífice de que el mundo recibiera la primera señal de televisión desde la Luna. Un tipo serio. Y aunque entonces lo devoré con fruición, apenas lo entendí. Hablaba de la geometría avanzada de egipcios y mesopotámicos, de los conocimientos técnicos que aplicaron a sus construcciones o de una sabiduría cartográfica que él atribuía a una suerte de «paleocontacto» con alguna civilización extraterrestre. En 1975, cuando lo publicó, ese era el tema de moda. Pero lo que lo hizo original a mis ojos fue que dedicó uno de sus capítulos a la cruz de Malta.

Su perspectiva era muy distinta a la de Salafia. Chatelain proponía que si tomamos un mapa, ponemos la punta de un compás en el centro de la isla griega de Delos -atolón sagrado por excelencia- y trazamos un círculo de 1.500 estadios egipcios de radio, unos 275 kilómetros, la línea que obtendremos pisará trece venerables enclaves del Mediterráneo, entre ellos Rodas y Delfos. Y que si trazamos un círculo menor en su interior, de mil estadios de radio, volveremos a cruzar lugares mágicos como Hermione -según Plutarco, una de las puertas del Hades-, o el oráculo de Dídima, con los que podría dibujarse una colosal cruz de Malta solo distinguible desde órbita terrestre. «A mí me parece», concluía, «que ni siquiera hoy, recurriendo a los instrumentos corrientes de los geómetras, podría trazarse un diseño tan perfecto, a través del Egeo, que pasara sucesivamente por tierra firme, mar, islas y montañas».

Por desgracia, Chatelain nunca proporcionó un porqué para semejante alineación. Si una cultura desconocida marcó de ese modo emplazamientos vitales para pueblos posteriores, cubriendo un área de 238.000 kilómetros cuadrados, lo hizo obedeciendo una lógica que se nos escapa. Lo curioso es que, en vez de intentar comprenderla, el ingeniero evocó alineaciones parecidas, deducidas por estudiosos anteriores a él. Louis Charpentier, autor de El enigma de la catedral de Chartres, sugirió cinco años antes que las primeras catedrales góticas de la región de Champaña marcaban sobre Francia la silueta de la constelación de Virgo. Para él, claro, no podía ser casual que esos templos estuvieran consagrados a la Virgen. Pero, ¿quién podría disponer de conocimientos geodésicos de tal envergadura en el siglo XII? ¿Extraterrestres?

En España, su influencia caló pronto. En 1977, Juan G. Atienza dio a imprenta un ensayo sobre la orden del Temple que se hizo muy popular. En La meta secreta de los templarios aseguraba que la ermita soriana de San Bartolomé de Ucero, importante reducto para esos otros caballeros, fue plantada en un punto preciso entre los cabos de Creus y Finisterre. A 527 kilómetros y 127 metros exactos de cada costa. Y decía que si se dibujaba una cruz templaria en ese lugar del mapa -una no muy diferente a la maltesa, por cierto- y se prolongaban sus brazos sobre el resto de Península, se alcanzaban las plazas templarias de Tomar, Caravaca de la Cruz o Toledo.

Miro a Simón Salafia de reojo. Sonríe. Está seguro de que los retratos de los caballeros más ilustres de la Orden de Malta me han impresionado y que estoy intentando memorizar sus bienaventuranzas. Pero no es eso lo que ha agotado la tarjeta de mi cámara. ¿Y si Chatelain, Atienza o Charpentier intuyeron algo real, de proporciones ciclópeas? ¿Y si la cruz de Malta tuviera un porqué geográfico y no solo religioso?

No me atrevo a hablarle de todos los locos ilustres que buscaron «geografías ocultas» en la vieja Europa antes que yo. Quizá por eso decido escribírselo ahora. Lo hablaremos, con suerte, la próxima vez que nos veamos. A lo mejor hasta me saca de dudas. Los meridionales somos gentes imaginativas.