Tribuna

La lección de los clásicos

Debemos combatir la ignorancia y la mentira porque solo podremos construir una sociedad próspera sobre el conocimiento y la transparencia.

Cuenta Flavio Arriano que en el otoño del 335 a.C., ciertos habitantes de Tebas se rebelaron contra la dominación macedonia. Los cabecillas asesinaron a los jefes de la guarnición y convocaron la Asamblea con el propósito de mover a sus compatriotas a la defección masiva, para lo que invocaron la libertad de expresión sin censura. Aprovechando el alboroto y la confusión, los promotores de la revuelta propagaron el rumor de que Alejandro Magno había muerto. La noticia se transmitió de boca en boca con gran celeridad, lo que sirvió para que todos se unieran a una causa temeraria, puesto que la realidad era que el rey estaba vivo. A los pocos días, el macedonio se presentó con su formidable ejército ante las murallas de Tebas y la arrasó hasta sus cimientos.

La historia de la Humanidad está repleta de bulos que, como el remoto ejemplo de la supuesta muerte de Alejandro, se propagaron con las más variadas intenciones, pero en nuestros días están adquiriendo una dimensión asfixiante. La transformación operada por las redes sociales en el modelo de comunicación tradicional ha introducido profundos cambios en las dinámicas informativas. Los medios de comunicación han perdido el monopolio de la emisión de contenidos, tarea compartida con todo colectivo o persona individual que disponga de un smartphone conectado a la red. Este nuevo paradigma tiene dos consecuencias evidentes: la sublimación de la inmediatez y la saturación informativa. Lo que, a priori, podía ser un paso de gigante hacia la transparencia, se ha convertido en una auténtica pesadilla. En la era de la sociedad de la información, la desinformación va camino de imponerse.

Las noticias se suceden a una velocidad vertiginosa, sin apenas tiempo para contrastar o analizar, por lo que la superficialidad es la brújula de nuestro tiempo. El investigador Alfons Cornella bautizó este fenómeno como «infoxicación» hace más de dos décadas, pero hoy podríamos decir que aquellos síntomas que comenzaban a manifestarse en los estadios incipientes de Internet se han agravado para alcanzar niveles de pandemia. Rumores, bulos, mentiras y montajes desfilan sin pudor ante la estupefacta mirada de los prudentes y la credulidad de una preocupante mayoría. Por si fuera poco, los medios de comunicación, que deberían ejercer como contrapeso profesional a esta delirante tendencia, se han dejado seducir por los cantos de sirena del morbo para captar su necesaria dosis de audiencia, un premio cada vez más competido.

Ante tragedias recientes como la pandemia provocada por el COVID o las dramáticas inundaciones que han asolado Valencia, Castilla La-Mancha o Andalucía, esta perniciosa dinámica alcanza niveles delirantes. La gravedad de estos acontecimientos concita la preocupación de una gran mayoría de la sociedad, lo que produce un escenario ideal para que buitres deseosos de carnaza con la que obtener rédito político o económico se lancen a la rapiña más repugnante, cruzando límites inadmisibles en beneficio de sus intereses. Es entonces cuando estas mentes depravadas se aprovechan de situaciones de extrema sensibilidad para sembrar el desconcierto, propagar el odio y polarizar la sociedad.

Nuestro deber como ciudadanos responsables es rebelarnos contra la mentira y la manipulación. No es una cuestión de ideologías, sino de dignidad. Debemos combatir y desterrar de nuestra sociedad a quien trata de sembrar el odio amparándose en la tragedia, porque no existe rédito posible en la desgracia ajena. No se trata, como ya decía Longino en los albores de nuestra era, de «denigrar el tiempo en que uno vive». Las redes sociales tienen muchas luces, nos conectan y permiten compartir información de gran utilidad, pero debemos resistirnos a formar parte de una masa informe y acrítica. Solo superaremos la manipulación si aprovechamos nuestra libertad de pensamiento para forjar un criterio propio, único e irrepetible, inspirado por sólidos principios éticos.

Cerca de Tebas, en el oráculo de Delfos, alguien grabó en un pasado remoto una máxima universal, atribuida a Quilón de Esparta, el político ecuánime: mèden ágan, «nada en demasía». La moderación debe ser el camino. Agudizar el sentido común y la sensatez, olvidarnos de malignas conspiraciones, devolver la autoridad a los especialistas –empezando por algunos medios de comunicación– y valorar el silencio cuando es necesario. Solemos pensar que los demás tienen el mismo interés en escucharnos que nosotros en hablar, aunque no siempre es así –cabría decir que la mayoría de las veces no es así–. Sin embargo, resulta tan tentador pronunciarnos, que acabamos por sucumbir a este frenesí informativo. En estos casos conviene guiarse por el estoico Epicteto, que nos aconsejaba callar cuando somos profanos en la materia para no «vomitar lo que no hemos digerido». Solón, el viejo poeta y político ateniense, compuso una vez una canción de banquete que decía: «Ten cuidado de cualquier hombre, mira que no te hable con rostro sonriente y albergue en su corazón un odio oculto, y su lengua falsa te dirija la palabra surgida de una tenebrosa entraña». En esta época de incertidumbre y confusión, una mirada a nuestro pasado puede ofrecernos la perspectiva suficiente para sacar la cabeza del pozo infecto en el que nos encontramos y respirar el aire fresco que nos proporciona su eterna sabiduría. Debemos combatir la ignorancia y la mentira porque solo podremos construir una sociedad próspera sobre el conocimiento y la transparencia.

Mario Agudo Villanuevaes periodista y escritor.