Con su permiso

Progreso, progresismo y progresistas

El progreso es lo que se celebró ayer y se evoca estos días en Asturias. El progreso social, el progreso científico y también el progreso político y económico

Ilustración
IlustraciónPlatónLa Razón

Cuando escuchas el himno del Principado en el Teatro Campoamor de Oviedo ese día de otoño en que se entregan los Premios Princesa de Asturias, se te meten tan dentro sus notas que te elevas a la categoría de actor y parte de una liturgia única que se oficia sobre el talento de los más grandes de entre los nuestros. Asturias, patria querida, Asturias de mis amores, y avanzan los acordes que envuelven el reconocimiento a quienes hacen o están haciendo que el mundo sea un poco mejor.

Piensa Amelia, asturiana en el lejano retiro de un país al que le llevó el trabajo y donde hoy le retiene el amor –pareja, niños, una vida levantada casi de la nada–, que vivirlo allí mismo, en el teatro, en el solemne recogimiento de la ceremonia debe llevarte casi a levitar. Tienen algo de mágico estos premios que nacen en el secreto mejor guardado del mundo, que es como Al Gore llamó en su día al Principado. Casi todos los premiados, desde el severo científico, el investigador universal, la socióloga comprometida, el atleta inalcanzable o el escritor poderoso, parecen dejarse vencer por una suerte de embrujo que es local, por lo peculiar de estímulos como el paisaje o la abierta calidez de quienes lo habitamos, pero, más aún, universal, humano y compartido, que es la sensación de vivir en una especie de cuento en el que uno es el o la protagonista en un viaje inesperado a un reino lejano y maravilloso. Casi todos los premiados, particularmente los extranjeros, vienen a Asturias por primera vez. Y por vez primera se enamoran de ella.

La meteorología, otro rasgo singular de carácter de Asturias, no lo puso fácil este año, sobre todo ayer, cuando se desplegó esa ceremonia colorista y emotiva de la entrega de premios. Pero hasta el viento que despeina y agita banderas o la lluvia del oeste que cala hasta las capas más impermeables, no es capaz de arrebatar a este encuentro anual ni un gramo de su sólido atractivo. Sabido es, aunque no siempre lo tenga en cuenta todo el mundo, se dice Amelia, que es el precio a pagar por el estallido permanente de vida vegetal que da color al cuerpo y el alma del Principado. El peaje del verde vida, vamos.

Se agita Asturias por los premios y lo hace todo un país que por un día acoge la capital mundial de los valores de la cultura, la vida y el progreso. El progreso, claro, entendido como abrir camino para un mundo más habitable que es lo que aquí se celebra. Y no está de más recordarlo en este momento en el que progreso y progresismo forman parte aquí en España de un léxico político palabrero y sin sustancia, de ese que se suelta como tinta de calamar para ocular vergüenzas inconfesables. Progreso es lo que trabaja Hélene Carrére o avanzan investigadores como Gordon y Greenberg, o crece alguien como Meryl Streep o vencen hombres de la talla de Eliud Kipchoge y sus marcas imposibles. ¿Es justo identificar progreso con elementos como los que ahora desfilan por la escena política, desde exiliados a provocadores, de gente sin palabra a quienes la tienen solo para lo suyo? A Amelia le parece que no.

No son tiempos en que el lenguaje reciba buen trato, ni siquiera amable, pero en ocasiones la etimología resulta una útil herramienta de análisis.

El progreso es lo que se celebró ayer y se evoca estos días en Asturias. El progreso social, el progreso científico y también el progreso político y económico.

Y es curioso cómo quien encarna y preside esta liturgia es precisamente una de las figuras más denostadas por los autodenominados progresistas (anotación al margen: el término cobra brío en la España franquista para significar a quien de verdad quería el progreso; allí y entonces sí tenía sentido). Porque la Corona, que denomina y preside esta celebración de excelencia, sigue siendo el objetivo indisimulado y constante de todos los autocalificados como adalides del progreso, quizá con la excepción de un Partido Socialista que traga con la desafección y los ataques de sus amigos a la Institución como quien es tolerante con la mala educación de los suyos porque no quiere o no sabe estar solo.

Y sin embargo, los premios resultan absolutamente reveladores del poderoso papel de representación institucional de la Corona al servicio del prestigio de España y su estímulo al Progreso con mayúsculas, y, si quiere verse, del calor popular que siempre recibe la Familia Real allá donde se deja ver.

Muy por encima del prestigio de quienes la denostan, ocupados estos días en gobernar con progresistas del supremacismo, o agitados entre la exhibición impúdica de falta de criterio democrático –el presidente catalán suelta su mitin en el Senado pero no se queda a escuchar al adversario– o las pataletas de político de colegio –la ministra que dice que en su nombre no seguirá Exteriores con su política de Israel, pero no dimite de su cargo–.

Desde su orgullo de asturiana celebra Amelia que en su tierra pueda cada año latir lo que estos días se ha vivido para poner en valor lo que en realidad lo tiene, mientras la vida política, que debía ser la del bien común en la gestión de lo colectivo, se encanalla, languidece y se distancia inevitablemente hasta de esa ciudadanía que la votó.