El ambigú
La prudencia del mejor Rey
Don Felipe ha mostrado la mejor forma de estar a la altura de una tragedia tan dolorosa
En medio del trágico conflicto de Gaza, las palabras se convierten en armas poderosas. No es lo mismo hablar de una «masacre» que de un «genocidio», y esa diferencia no es un mero matiz semántico, sino una distinción con hondas implicaciones jurídicas, políticas y morales. El reciente discurso del Rey de España, calificando lo sucedido como una masacre evitando el término genocidio, debe valorarse como un ejercicio de prudencia y de respeto al Derecho Internacional. El genocidio se encuentra definido con precisión en la Convención de 1948 para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional y en el artículo 607 del Código Penal español. Según estas normas, el genocidio requiere, además de actos como la matanza, deportación o sometimiento de miembros de un grupo, la concurrencia de un elemento subjetivo esencial: el propósito de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal. Esta exigencia de un dolus specialis requiere su acreditación, y su calificación corresponde en exclusiva a los tribunales internacionales competentes. Abrir una diatriba pública sobre si en Gaza hay o no un genocidio, y hacerlo desde instancias que carecen de autoridad jurisdiccional, no es prudente. La confusión terminológica no aporta soluciones al conflicto y, en cambio, puede contribuir a dividir la opinión pública interna, desviando el foco de lo verdaderamente urgente: detener la violencia, garantizar la protección de los civiles y encauzar un proceso político hacia la paz. Nuestro Rey ha optado por un lenguaje que denuncia la magnitud de la tragedia, sin entrar en una calificación jurídica que solo corresponde a la justicia internacional. La prudencia institucional cobra aún más relevancia cuando se contrasta con ciertas actitudes observadas en el ámbito nacional. Impedir la finalización de una competición deportiva en señal de protesta política no es la mejor forma de expresar solidaridad con el pueblo palestino, se trata de conductas que alteran gravemente la paz social y estos actos no solo perjudican a quienes participan en el evento, sino que desvirtúan la causa que dicen defender. Convertir una tragedia humanitaria en un escenario de agitación política o de reivindicación partidista es una falta de respeto hacia las propias víctimas. No solo trasladan a la ciudadanía un mensaje equívoco –el de que la ilegalidad puede ser una herramienta legítima de protesta–, sino que banalizan la tragedia que pretenden visibilizar. Si de verdad se desea ayudar al pueblo palestino, esta no es la vía, sino el refuerzo de los canales diplomáticos, la ayuda humanitaria y la defensa de la legalidad internacional. En este contexto, el discurso del Rey muestra un contraste claro: frente a la precipitación, la contención; frente a la diatriba política, la referencia al Derecho; frente al gesto vacío, la responsabilidad institucional. España, por su peso relativo en el escenario internacional, no es un actor decisivo en la resolución del conflicto de Gaza, y por ello, sus instituciones deben ser cuidadosas en no alimentar divisiones internas ni fomentar equívocos jurídicos. La verdadera solidaridad no se mide en gestos estridentes ni en declaraciones altisonantes, sino en la capacidad de contribuir, aunque sea modestamente, a la construcción de la paz y a la defensa de la dignidad humana. El Rey, al elegir sus palabras con cuidado, ha mostrado que la precisión y la serenidad son la mejor forma de estar a la altura de una tragedia tan dolorosa. Ojalá la sociedad civil y la clase política también lo comprendan: ni el abuso del lenguaje ni los espectáculos de confrontación son útiles para el pueblo palestino; lo es, en cambio, la firme apuesta por la legalidad, la solidaridad y la justicia.