Tribuna
Razón no le falta a Yolanda Díaz
Condena los hechos pero considera que no debe dar lugar a un delito de odio. Pese a que es obvio que la performance de colgar un muñeco de Sánchez no puede ser más desafortunada
No hay palabro por grueso que sea que resulte punible en las Cortes. Ni las que pronuncie la portavoz de Puigdemont ni las que salgan de la boca de la extrema derecha. Y eso es así de claro porque así está prescrito en el Reglamento parlamentario. Es esa una prerrogativa parlamentaria que impide que los diputados puedan ser sancionados «por los votos y opiniones que emitan en el ejercicio de su cargo, aun después de haber cesado en su mandato». Sirva la premisa inicial para disipar cualquier atisbo de duda sobre la cuestión. Lo que no quita que cualquier opinión puedan merecer a cada cual las diatribas que se expresen. O, a veces, con el poco respeto que se expresan. O si se expresan sin rigor alguno. O incluso faltando manifiestamente a la verdad. Pero ahí casi todo es opinable y siempre a merced del color del cristal con que se mire. Lo que para unos es una falsedad para otros es una verdad a medias. O un resquicio de verdad suficiente para ampararlas explícita o implícitamente.
Otra cuestión son las prerrogativas de la Presidencia del Congreso para llamar al orden. Para exigir un mínimo decoro. O incluso para censurar intervenciones o mandar atajar estas. O, cuando no se atiende al Reglamento, mandar callar a alguien. Silenciar su micrófono. O expulsarlo del atril en el peor de los casos. Pero también son esas potestades subjetivas. Y arbitrarias. También en función de quien las mide. No hay más. Un diputado podría incluso ensalzar a Hitler desde la tribuna de oradores. No sería penalmente punible. Otra cosa es la repulsa que mereciera o el veredicto sobre la cuestión de la presidencia del Congreso. Ahí acabaría todo más allá del estruendo que pudiera generar. Un estruendo que todo sea dicho de paso no es insólito en el Congreso. De hecho tanto se convive con los malos modales de sus Señorías –o de parte de éstos– que están normalizados no sólo todo tipo de abucheos mientras hay intervenciones. También las puyas que se lanzan desde algunos escaños aprovechando la bronca y un incierto anonimato.
Cuestión bien diferente son los límites de la libertad de expresión en la calle. En un medio de comunicación. O donde sea. La punibilidad penal de estos. Por eso, entre otros, hay un delito de injurias y calumnias, en el Código Penal. También claramente arbitrario. Porque hay tantos jueces como sensibilidades. Y lo que a un juez le pueda parecer delito o falta a otro le puede parecer que queda amparado por la libertad de expresión.
¿Hay un delito de odio en colgar un muñeco de Pedro Sánchez de una farola y luego apalearlo con saña? Por supuesto que hay odio. Nítido. Sin atisbo de duda. Con un agravante, proyecta una violencia sin matices. ¿Pero eso encaja en la tipología del delito de odio? El delito de odio, conceptualmente, «persigue la conducta de alguien que promueva, ya sea de manera directa o indirecta, el odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte de dicho grupo o contra una persona determinada? Y de ahí, también, jalear a los protagonistas del apaleamiento es claramente una incitación a mantener esa actitud de odio en el espacio público y a darle publicidad cuando se es consciente que hay prensa grabando los hechos. Hoy en día, como si no hay prensa, ahí donde se concentra un gentío hay tantos móviles como personas con acceso a las redes sociales para dar a conocer los desmanes que se perpetren.
¿Pero eso es sancionable penalmente? Para algunos, sí. Sobre todo en el entorno de los afectados por la ofensa. Por la fechoría, por la maldad intrínseca que revela el acto, porque siembra la semilla de la crispación social, porque atenta a la convivencia. Pero incluso admitiendo todo eso y más. ¿Debe dar lugar a un procesamiento por delito de odio? Y ahí parece que lleva razón la vicepresidenta Yolanda Díaz cuando condena los hechos pero considera que no debe dar lugar a un delito de odio. Pese a que es obvio que la performance de colgar un muñeco de Sánchez no puede ser más desafortunada. Y que la actuación de los espontáneos descargando su ira sobre el muñeco es penosa y propia de descerebrados. Aunque no es menos cierto que mejor descargar la mala leche sobre un muñeco si eso permite al individuo relajarse. Si esa es su terapia para controlar su agresividad bienvenida sea. Que sea despreciable, que sea preocupante, que sea un espectáculo medieval, no quita que querer atajarlo por la vía penal resuelva nada. Ni tan siquiera que esa sea la vía para encauzar convivencia alguna. La próxima, volverán con ello. Incluso con más saña. Sólo que probablemente embozados. Por lo menos así los tenemos identificados.
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