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Ridículo

Aunque hoy nadie responda por ella o la encarne oficialmente, España tiene muchos enemigos que desean verla rendida, y el ridículo resulta un arma activa para lograrlo

Para atacar y dañar al enemigo, hay que ridiculizarlo. Reírse de alguien es un hábil impulso, profundamente humano. Sacarle defectos. Desternillarse por una cualidad de no mucha calidad del interfecto. Señalar inmisericorde sus miserias. Hacer que alguien caiga en el ridículo es un truco ganador porque, como decía Chamfort, se necesita tener una enorme «cantidad de espíritu» para no caer nunca en el ridículo. Es normal hacer el ridículo, y son muy pocos los elegidos por los dioses: esas personas con «tanto espíritu» que resultan inmunes a él, que no son irrisorias ni caricaturescas, ni quedan como posadera en desfile militar. Quien hace el ridículo pierde reputación, por mucho que le haya costado ganarla; así se malogran predicamento, nombradía y respeto, aunque hubiese costado una vida entera obtenerlos. Y lo peor: se dilapida la posibilidad de adquirir de nuevo todo eso en el futuro, porque el ridículo es un sello de «baja calidad humana» que reconoce y recuerda todo el mundo, que se entiende por doquier. Thomas Paine, en «Age of Reason», hablando de la Biblia, sugiere sagazmente que lo sublime está a un paso de lo ridículo. Quizás porque habita en la frontera de lo risible. Muchos creen actuar de forma excelsa y elevada mientras sus congéneres los miran y evalúan despiadadamente…, ¡como esperpentos! Un célebre prófugo retornó no hace tanto a España en loor de multitud, pero más tembloroso que una báscula de farmacia. Su escenografía estaba destinada a humillar y ridiculizar a España, sus instituciones y ciudadanía. Convertir a España en un Estado disfuncional, chistoso y débil, bobo perdido, es una manera de ir minándola poco a poco hasta derrotarla. Aunque hoy nadie responda por ella o la encarne oficialmente, España tiene muchos enemigos que desean verla rendida, y el ridículo resulta un arma activa para lograrlo. Lo malo es, precisamente, que ya no queda épica política, nada sublime. Solo avanza imparable lo irrisorio, el show patético. Aunque

–está visto–, que quienes ansían desesperadamente burlarse de España suelen hacer, también ellos, el más espantoso ridículo.