Tribuna
La sala de los últimos profetas
Abandono el Memorial consternado. Estados Unidos es país de profetas… ¡pero ni ellos lo saben!
Llego a Dakota del Sur después de un larguísimo viaje por carretera, atravesando dos estados que son como Francia y España de tamaño. Mi objetivo es un paraje natural mancillado por la mano humana: en mitad de las Black Hills -un macizo rocoso inmenso, que recuerda a las agujas de Montserrat- se levanta el «monte de los seis abuelos» (Thunjkasila Sákpe). Los sioux lakota lo tuvieron por su colina más sagrada. Los abuelos del nombre aludían a los cuatro puntos cardinales y al arriba y al abajo, cielo y tierra, como si esa cumbre fuera la gran rosa de los vientos que guiaba sus almas. Una rosa llena de espinas porque, a finales del siglo XIX, el hombre blanco se la robó. Tras prometer a las naciones indígenas -y dejarlo por escrito- que esas tierras serían suyas para siempre, la fiebre del oro lo cambió todo. Los ríos de la zona se convirtieron en su maldición, los osos desaparecieron y sus zonas de pesca se llenaron de codiciosos.
Pero lo peor iba a llegar después.
En 1927, un emprendedor llamado Gutzon Borglum consiguió que los nuevos propietarios le cediesen aquella cumbre. Él no quería plantar nada, ni tampoco buscar metales o minerales preciosos. El suelo era granito puro. Su plan era de locos: pretendía esculpir los rostros de algunos presidentes de los Estados Unidos, a un tamaño que dejara obsoleta la hazaña de Ramsés II en Abu Simbel. Curiosamente, su primera idea fue tallar seis cabezas, y aunque nunca -que sepamos- Borglum se refirió al nombre original del lugar, fue como si una fuerza sobrenatural lo empujara a hacer visible lo que llevaba milenios siendo invisible. Reclutó a un pequeño ejército de picapedreros y hasta 1941, cuando falleció a los 74 años, estuvo sacando de la montaña, casi como un obseso, los rostros de George Washington, Thomas Jefferson, Theodore Roosevelt y Abraham Lincoln. «¿Cuatro de seis abuelos?».
En vida de Borglum, hubo quien adivinó que esos semblantes de dieciocho metros de envergadura no eran sino la prefiguración del nómada, el héroe, el artista y el profeta. Cuatro arquetipos, cuatro columnas para una nación. Pero yo sabía que allí había algo más, y quería verlo con mis propios ojos.
El monte de los seis abuelos es hoy el Memorial Nacional del Monte Rushmore. Lo visitan unos dos millones de personas al año. Es la principal atracción turística de ese estado en medio de la nada… y esconde un curioso secreto. Justo al otro lado de los rostros, más o menos a la altura de sus hipotéticas nucas, se abre un túnel excavado en roca viva que los turistas nunca visitan. Borglum empezó a excavarlo en 1938 con la idea de que albergara una colosal Sala de los Archivos (sic) que custodiara una cápsula del tiempo para las civilizaciones del futuro. «En sus muros se grabará la concepción de nuestra República y su exitosa fundación», escribió, pero también «el relato de su expansión hacia el Pacífico, sus presidentes, cómo se construyó el Memorial y, francamente, por qué».
Ese porqué está rodeado de misterio. Aunque para el relato oficial el Monte Rushmore se presenta como un símbolo de la propia nación estadounidense, lo cierto es que la idea de encerrar en una sala de piedra los textos fundamentales del país para salvarlos de un hipotético apocalipsis, tiene su razón en un exótico contemporáneo de Borglum, celebérrimo en su época. En Kentucky, a tres estados de distancia, vivió y murió Edgar Cayce, al que la prensa y los editores de los años treinta y cuarenta bautizaron como «el profeta durmiente». Cayce era capaz de diagnosticar enfermedades, adelantarse a acontecimientos sociales o visualizar sucesos ocurridos miles de años atrás, simplemente recostándose en el sofá de su casa. Sus «lecturas» se imprimieron y vendieron como pan caliente, sobre todo las que se referían al hundimiento de la Atlántida y a cómo sus hipotéticos supervivientes pusieron a buen recaudo sus textos más sagrados en una Sala de los Archivos de piedra, construida bajo las patas de la Esfinge de Giza, en Egipto.
Otra Sala de los Archivos popular -no construida aún en tiempos de Borglum, pero sí planeada al milímetro- fue la que tenían entonces en mente los seguidores de Joseph Smith, el profeta que fundó la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, los mormones. Excavada en 1965 bajo una bóveda de granito a las afueras de Salt Lake City, hoy protege unos tres mil quinientos millones de microfilmes, fichas y archivos genealógicos en los que se listan las partidas de bautismo y muerte de ciudadanos de todo el mundo. La idea es preservarlas de un próximo apocalipsis.
No cabe duda de que Borglum se inspiró en ellos para su proyecto… aunque en el Monte Rushmore esquivan mis preguntas y no me dejan escalar hasta la Sala. Me cuentan -algo es algo- que en 1988 terminó de excavarse, pero que no se cumplió con la idea de su creador de trasladar allí los originales de la Declaración de Independencia y la Constitución. A cambio, inscribieron esos textos en 16 losas de cerámica esmaltada, los depositaron en un cofre de madera de teca dentro de un sarcófago de titanio, y los sellaron bajo una losa de granito negro. «Para el futuro, ya sabe», me dicen tratando de contentarme.
Abandono el Memorial consternado. Estados Unidos es país de profetas… ¡pero ni ellos lo saben!
Javier Sierraes escritor y premio Planeta de novela