Tribuna

Con sólo este histórico gesto

¿Por qué debe tener una Constitución un par de generaciones de caducidad? ¿Decaen con el tiempo los Derechos Fundamentales consagrados en ella? ¿Ha perdido vigencia su vocación social, solidez su arquitectura democrática?

Los vientos del cambio azotan desafiantes nuestros apáticos rostros. Jubilados de buen año exhiben en los bares con suficiencia su dorado bienestar. Las mascotas pasean indolentes a sus dueños y hasta los hieráticos árboles se obstinan en mantenerse en pie ajenos a la cascada de acontecimientos que se nos viene encima. Nada parece presagiar, ni desaventurándose, lo que acaso es ya demasiado tarde.

Yo puedo preveniros, pues fui testigo –porque fui protagonista- del hecho histórico más trascendental de la Historia de España.

Era noviembre. 1978. Había oscurecido y la tarde se había puesto de insuficiente tergal. Volvía con mi padre de algún paseo y, entrados en el portal, abrió como de costumbre el buzón. Y en él apareció un librito, que en su cubierta rezaba, pues sonaba a oración, “Constitución Española”.

Otra constitución más, diréis, y sin embargo ésta era distinta, porque era culminación, conjunción de unos logros insólitos en la biografía de España. Recibirla en el buzón suponía que ¡todos los españoles tenían buzón! Y presuponía también que por primera vez todos los españoles y todas las españolas, universalmente escolarizados desde varias generaciones, estaban en condiciones de leer, comprender, debatir y, si así lo consideraban, refrendar el texto magno. ¿Cómo había sido posible, recién salidos de una dictadura, semejante logro ciudadano?

Años de prosperidad, de libertad, de progreso, de trabajado bienestar se han sucedido. Libertad y bienestar sobrentendidos, como si los trajéramos bajo el brazo al nacer, como si bastase con alargar la mano pedigüeñamente hacia nuestros dudosos próceres para recibir con prodigalidad los bienes exigidos. Esa relajación social, esa flaccidez moral nos precipita ahora cuesta abajo de aquella culminación, que había sido cumbre, cúspide de nuestra Historia. Nos dejamos llevar, les dejamos hacer, no respetan las leyes ni el orden institucional, y todo ello nos parece bien. Nos menosprecian y nos prostituyen, y nos gusta.

Cuando nos percatemos de la calamidad que se nos cierne, miraremos a nuestro alrededor con pucheros en el gesto buscando respuestas, algo sólido a lo que abrazarnos con nuestras exiguas fuerzas. Pues bien, sólida sólo nos queda la Ley Fundamental. Ni vuestros escasos principios, ni vuestros cuestionables valores bastan. Sólo prevalece la Ley.

¡Hagamos otra Constitución!, proclaman, ¡una nueva, más progresista, más luminosa! ¡Nosotros os ponemos el consenso!

¿Por qué debe tener una Constitución un par de generaciones de caducidad? ¿Decaen con el tiempo los Derechos Fundamentales consagrados en ella? ¿Ha perdido vigencia su vocación social, solidez su arquitectura democrática? El tiempo es el que constata su perfección y eficacia. Y este es el momento de la Constitución de 1978. Cuando puede demostrar a los españoles y al mundo que está lista para perdurar. Pero para que así sea, los ciudadanos deben comprometerse con ella, defenderla del asedio al que se la somete en todos sus flancos.

¿Apenas unos envites y ya tiráis la toalla? No desfallezcáis, porque viene una generación pujante y desinhibida, orgullosa de los logros de sus predecesores. Y si no la reconocéis, esa generación tiene un rostro visible, el de Leonor, Princesa de Asturias, que se pondrá en pie, nos mirará a la cara y nos jurará enarbolar a toda costa la Constitución como norma fundamental de España.

Alteza, querida Leonor, y españoles de su generación, estamos en vuestras manos. Es vuestro momento.