Joaquín Marco

Guino más cerca

Le conocí en los años cincuenta, tal vez a través de Horta, Castellet o Corredor-Matheos. Yo era todavía estudiante y él había ya conseguido la Beca del Instituto Francés que le permitiría trasladarse unos meses a París en 1953

La Razón
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Buena noticia. Resalta en estos tiempos brumosos catalanes –aunque brille el sol– que estamos atravesando. Me alegro que la figura de Josep Guinovart, uno de los mejores pintores y artistas hispánicos de nuestro tiempo, recobre su estatura artística y ética: «Nulla aesthetica sine ethica», como dijeron Platón y el maestro J.M. Valverde. Falleció de un infarto el 12 de diciembre de 2007, pero se anuncian para los dos próximos años una multitud de actos sobre su obra que, como la de los auténticos artistas, permanece ya en todo el mundo. Algo debería hacer la crítica de arte para resituar algunas generaciones silenciadas del pasado siglo. Se inaugurará el Año Guinovart oficialmente en el emblemático espacio de La Pedrera barcelonesa el próximo doce de marzo por su comisario, el poeta Alex Susanna y la hija del pintor, María, que cuida y administra su legado. Las 15 exposiciones y múltiples actos, previstos o no, culminarán en 2019 con una retrospectiva organizada por Llucià Homs y Marko Daniel (director de la Fundació Joan Miró). Pero no puedo ahora sino recordar mi larga amistad con Guino, admirado como pintor, próximo en tantas cosas, artesano de la belleza. Le conocí en los años cincuenta, tal vez a través de Horta, Castellet o Corredor-Matheos. Yo era todavía estudiante y él había ya conseguido la Beca del Instituto Francés que le permitiría trasladarse unos meses a París en 1953. Acompañado de su mujer, nos tropezábamos a menudo delante de mi casa porque había allí un restaurante, al que el matrimonio Guino acudía casi a diario. Había abandonado su primera actividad–pane lucrando– y en 1958 expuso ya en la inolvidable Syra, pero hasta 1951 no logró dedicarse por entero a la plástica. Como buen artesano, experimentaba siempre con los materiales. Los retorcía, quemaba, introducía objetos en los lienzos. Pasó de un primer realismo casi rural a la abstracción allá por los años cincuenta, tras descubrir a Brossa, Joan Ponç, Dau al Set y descubrió su auténtico camino: el París de nuestras utopías.

Guinovart fue siempre para mí y los amigos, Guino. Recuerdo, al margen de tantos encuentros de juventud, uno que se produjo casualmente en Nueva York. Andaba yo entonces proponiendo a la Asociación Internacional de Literatura Iberoamericana, en su XXVII Congreso, la candidatura de Barcelona como sede del de 1992 (el XXIX) y allí, en pleno Manhattan, me tropecé con Guino. Deseaba ver en el Soho, entonces barrio ex industrial medio abandonado, el local –no menos destartalado– que le habían ofrecido para su exposición. Me propuso pasar la tarde juntos y allá fuimos, en el metro neoyorquino. Me habían advertido de su peligrosidad pocos años antes. Pero junto a Guino, con su habitual aspecto de oso cariñoso, se borró cualquier sensación de peligro. Por aquellas calles anduvimos con nuestro pésimo inglés hasta descubrir el local donde expondría más tarde. Y gracias a Alfredo Roggiano, presidente de la AILI, que no pudo llegar vivo al encuentro, se celebró el XXIX Congreso en Barcelona en 1992 –el más fastuoso como aseguran aún sus miembros–. Al tiempo, celebramos un encuentro de escritores irrepetible: Paz, Vargas Llosa, Bioy Casares, Nelida Piñon, Bryce Echenique y algunos más. Guino realizó dos carteles, uno para cada acontecimiento que, supongo, ni siquiera estarán catalogados. 1992, año de las Olimpiadas en Barcelona, inauguración del primer AVE Madrid- Sevilla, Expo en aquella ciudad, que visité a raíz de la presentación del libro de un finalista del Premio Planeta: euforia que iba más allá de lo cultural o deportivo. Se nos observaba como referencia del éxito. Cataluña se sumó con entusiasmo y no faltaron para los encuentros ni financiación ni apoyos. En la cena de clausura de aquel Congreso, recuerdo a Guino sentado junto a Bryce Echenique. Fue siempre gran amigo de poetas y escritores y, catalán de raíz, no tuvo empacho en ampliar el ámbito barcelonés. Ya había diseñado en tiempos más difíciles los decorados que Ricard Salvat precisó para montar la escenificación de Espriu en un todavía envejecido teatro Romea.

Guino supo combinar la participación en la Bienal de Sao Paulo (1957) con Estampa Popular, próximo a un espíritu que se ha ido perdiendo con la decadencia de la Modernidad. Hacia el 2001, se había ya instalado en Castelldefels, algo alejado de sus playas, en una amplia casa-estudio. Allí le visité en varias ocasiones, con mi hijo David, para obtener su colaboración en el lanzamiento de una bodega del Priorat tarraconense, con la elaboración de etiquetas que lo entroncan con su pasión por la tierra y, firmadas, por fortuna recorren el mundo. Dos de sus obras presiden la bodega Marco Abella. El arte y la firma de Guino, como su presencia en los mejores museos y centros de exposición, al margen de la permanente de su Fundación en la población leridana de Agramunt, porque allí vivió parte de su infancia, simbolizan orígenes y universalidad. Otras razones y circunstancias, al margen de lo expuesto, me unen a aquella personalidad avasalladora. Creo que el Año Guinovart ha de convertirse en el reconocimiento de un artista que logró superar barreras sin renunciar a su catalanidad y que, pese a los premios de toda suerte que se le concedieron, no ha recibido, sin ser la excepción, el reconocimiento que merece. Pocos, en el seno de la conjunción artística del pasado siglo, han tratado la materia, el color y la inspiración poética –que nunca abandonó– como Josep Guinovart. Es una excelente noticia que logremos recuperar valores tan auténticos como perdurables.