Alfredo Semprún
No es Palmira, son las montañas del Líbano
Poca gente está dispuesta a morir por unas piedras viejas. Desde luego, los soldados sirios, no. Los occidentales lloramos por el arte perdido, nosotros que arrasamos todas las catedrales alemanas y que hemos destruido palacios de ensueño y los hermosos retablos de La Vandeé, que no nos detuvimos ante los frescos de Montecasino y que convertimos el monasterio de Alcobaça en cuartel de caballería. En Siria, la lucha es por la mera existencia, así que el Ejército de Al Asad hizo lo que había que hacer ante una posición aislada por fuerzas superiores y sin inmediato valor estratégico: retirarse ordenadamente. Han salvado las estatuas y se han llevado a sus prisioneros. La población local, desde el principio hostil al régimen, tendrá que vivir un tiempo oscuro bajo el islamismo radical.
En Siria, la batalla decisiva se libra en las montañas de Líbano, entre las quebradas y barrancos de Qalamun, que se asoman sobre la carretera estratégica de Damasco a Homs y, de ahí, a la costa, a los bastiones chiíes de Latakia y Tartuf. El peso de la batalla se lo reparten las milicias libanesas de Hizbulá y el Ejército sirio. El objetivo estriba en desalojar a los milicianos suníes de sus posiciones, aislar el territorio suní de Ersal, ya en Líbano, y cortar las vías de suministro a las milicias islamistas, asegurando la retaguardia damascena. Plan ambicioso, preparado por Hizbulá, que presenta el riesgo, sin duda buscado, de meter al país de los cedros en guerra abierta. El grueso de las operaciones comenzó a primeros de mes, pero llevaba una larga preparación detrás. Las tropas de Hizbulá habían construido 200 kilómetros de pistas de montaña para facilitar el acceso de vehículos blindados y de la artillería pesada. Se han dispuesto zonas de evacuación de heridos y hospitales de campaña. La Infantería, dispuesta en unidades de combate autónomas –lección aprendida en la lucha contra los israelíes de 2006–, está dotada para el combate nocturno con intensificadores de luz y proyectores de infrarrojos. También operan los primeros drones suministrados por Irán.
Batalla ardua, lenta, en la que hay que tomar una colina tras otra y limpiar de enemigos las cuevas y refugios. Pero el avance es constante y el reducto rebelde se estrecha día a día. El miércoles, los milicianos de Hizbulá y los soldados sirios unieron sus líneas en Assal el-Ward, a tiro de mortero de la frontera. No es, pues, Palmira, sino las montañas de Líbano donde se decide buena parte de la guerra. Con la irrupción del Estado Islámico, el régimen de Damasco ha tenido que pasar a la defensiva en la mayor parte de los frentes. Se trata de capear el temporal, conservando los bastiones costeros y el eje industrial de Damasco a Homs –también de defender su zona en Alepo, que es la segunda ciudad de Siria y que está fragmentada entre diversas fuerzas que, en el campo rebelde, combaten entre sí– a la espera de que el Gobierno de Bagdad consiga organizar un Ejército digno de ese nombre y obligue al Estado Islámico a concentrar sus fuerzas en el norte de Irak. Si los sirio-libaneses vencen en los montes de Qalamun, y Hizbulá parece decidido a batirse hasta el último hombre, Damasco sólo podría ser atacada desde un frente y mantendría abiertas sus comunicaciones con la costa. El régimen de Asad ha perdido el control de todos los pasos fronterizos con Jordania e Irak, pero conserva los puertos, por donde llega la ayuda rusa e iraní. La guerra civil siria se presenta, desgraciadamente, muy larga y muy cruel.
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