Ministerio de Justicia

Suprimir el fuero

En este país, si un conductor es parado en la autopista por una infracción, y se atreve a sacar quinientos euros para solucionar el tema, puede estar seguro de que irá detenido por dos delitos: uno contra la seguridad del tráfico, y otro de soborno

La Razón
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En este país, si un conductor es parado en la autopista por una infracción, y se atreve a sacar quinientos euros para solucionar el tema, puede estar seguro de que irá detenido por dos delitos: uno contra la seguridad del tráfico, y otro de soborno.

España no es país de corruptos. Se conocen episodios censurables, protagonizados por algunos dirigentes, pero no se vive un ambiente de corrupción. Esa plaga se respira, lo imbuye todo, uno la nota cuando la encuentra, y agradece poder escapar de su influjo.

Hay cierta falta de ética pública, pero no nos ahogamos en un mar de inmoralidad. En este país, si un conductor es parado en la autopista por una infracción, y se atreve a sacar quinientos euros para solucionar el tema, puede estar seguro de que irá detenido por dos delitos: uno contra la seguridad del tráfico, y otro de soborno.

Los corruptos que podemos nombrar, los hemos conocido por los medios. Son pocos los que hemos tratado en nuestro propio círculo, porque hay pocos españoles dispuestos a faltar a sus deberes. No obstante, algunos casos de personas inmorales, encargadas de la gestión pública, han provocado el enfado social. La reacción de las personas indignadas, totalmente comprensible, ha llevado a proponer iniciativas que deben ser meditadas, por su calado y consecuencias. La supresión del fuero parlamentario, propuesta en algunas comunidades, con vocación de extenderse incluso al Parlamento nacional, es una medida que deslegitima la naturaleza de los Tribunales.

La presencia de un fuero indica, simplemente, que el juez llamado a conocer de los delitos cometidos por el parlamentario, en lugar de ser aquél al que por turno corresponde, será un tribunal superior colegiado. Suprimir el fuero implica proclamar, aunque sea de manera implícita, que es más fiable un juez joven, con menos experiencia y menos autoridad funcional, que un grupo de tres o cinco magistrados, con largos años de carrera, y la preparación de quien conoce de las apelaciones.

Afirmar, aunque sea tácitamente, que los Tribunales superiores son menos severos, imparciales o independientes, a la hora de enjuiciar los casos que afectan a los políticos, es una proclamación socialmente errónea. Si los Tribunales superiores son menos fiables, nuestro sistema de recursos se derrumba, porque entonces la última palabra la tiene un órgano menos capacitado. Sostener que los Tribunales superiores son menos independientes, supone aceptar que una sentencia que no se recurre, es probablemente más justa que aquélla sometida a revisión.

No es éste el criterio de las instancias internacionales. En los países de nuestro entorno, se considera que un Tribunal más alto ofrece más garantías, porque es más independiente y fiable. Por tal motivo, trasladar un juez a un Tribunal superior es promoverlo, reconocer sus méritos. No se le promueve para que haga encallar su nuevo Tribunal, sino para que lo enriquezca, aportando su experiencia al servicio de la ley.

Suprimir los fueros no es manera de luchar contra la corrupción. No se puede sostener que un Tribunal superior es más impresionable, o permeable a argumentos falaces, que un juez de la última promoción. Por otro lado, la mayor garantía que ofrece un Tribunal más alto, redunda en la mayor protección de la función parlamentaria. Una querella infundada, admitida erróneamente por un juez poco experimentado, puede afectar al ejercicio mismo de la representación popular.

En la mayoría de los países no existe fuero parlamentario, y los legisladores son juzgados por tribunales comunes. Pero en dichos países no existe la acción popular, que permite que cualquier ciudadano pueda ejercer la acusación contra un dirigente, colaborando con el Fiscal, sin contar con el Fiscal, o incluso en contra de lo que opina el Fiscal. En nuestro sistema, un ciudadano puede querellarse contra cualquier parlamentario, ante el juez que sea. Si dicho juez, por error o inexperiencia, admite a trámite la querella, citando a declarar al parlamentario, el daño estará hecho, aunque luego lo rectifiquen los Tribunales superiores. Incluso recurrida dicha actuación, hasta que el superior archive la causa, la pendencia del proceso permitirá a los adversarios sacar partido de la situación del querellado.

El fuero parlamentario es, por tanto, el contrapeso de los riesgos derivados de la acción popular. Nuestro sistema se apoya sobre un equilibrio, que puede quebrar si el fuero se suprime, víctima de una batalla contra la corrupción que, de no gestionarse adecuadamente, causará más inconvenientes que los que intenta remediar.