Política

Un acuerdo constitucional

Si en 1977 la palabra «consenso» era la reina de los pensamientos, en este momento, la palabra «acuerdo» pasa constantemente de corazón a corazón. Un acuerdo grande, para evitar que los comicios, por su reiteración excesiva, pasen de ser fiesta a ser trámite

La Razón
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El 19 de junio de 2014 pronunció el Rey su primer discurso, recibido por las Cortes con prolongado aplauso. Dicho gesto de aprobación, transmitido en directo a millones de personas, puso en evidencia el gran consenso existente en torno a la Corona. En aquel día, los representantes del pueblo, de todas las tendencias, hicieron patente que los españoles saben construir grandes acuerdos.

La España en que vivimos, laureada para siempre por la gesta de la Transición, muestra una clara preferencia por el diálogo, antes que por la defensa intransigente de las propias ideas. La opción por la Monarquía parlamentaria nos evitó la pugna por la jefatura del Estado, confiando al Rey la misión de simbolizar la unidad de la nación. La Constitución no ha querido permitir una reforma ocasional de su texto, sin que se alcance un consenso de cambio. Por eso, exige una mayoría de tres quintos de cada cuerpo legislativo para adoptar cualquier enmienda (artículo 167.1 CE). Son precisos los dos tercios de cada cámara para introducir reformas nucleares, como proclamar la República, o apartar a España de las Naciones Unidas (artículo 168 CE).

El consenso de la Transición hizo aflorar el deseo de un trabajo solidario, aparcando las pequeñas diferencias, y uniendo muchas fuerzas para grandes objetivos. Esta tendencia constructiva hace posible investir al presidente del Gobierno por simple mayoría, pero la remoción del primer ministro sólo puede acordarse por mayoría absoluta (artículo 113 CE). Nuestro sistema procura de este modo aportar seguridad, valor considerado como uno de los fines de la nación misma, como proclama el Preámbulo de nuestra Carta.

Sin embargo, nuestra época nos tienta con radicalismos, que hacen difuminarse los caminos para el diálogo. La salida de Reino Unido del club europeo es el signo de los tiempos. En momentos así, el ánimo que nos movió a transitar del autoritarismo a la democracia, debe volver a levantarse, para que España siga siendo una nación decisiva en el mundo. Una nación solidaria, que coopera con los grandes proyectos. Una sociedad respetuosa, que rechaza unánime la violencia sobre la mujer, manteniendo su frecuencia por debajo del umbral de nuestro entorno. Una sociedad tolerante, que tiende puentes entre sistemas antagónicos, como el de Cuba y Estados Unidos, por su común relación con ambas sociedades, con la primera por su tradición, con la segunda por una democracia compartida.

Somos una monarquía parlamentaria, en la que el Rey ejerce su autoridad legítima (artículo 61) para asegurar el funcionamiento de las instituciones (artículo 56). Por eso asume un protagonismo tan marcado, en la formación del nuevo gobierno. Ha de convocar a los representantes políticos, proponiendo un candidato, y ha de intentarlo nuevamente si el acuerdo no se logra. Pero una Monarquía parlamentaria es también el sistema en que la Cámara sostiene, con su confianza, al Gobierno democrático (artículo 99). Cuando esa confianza se ha otorgado para superar un largo periodo de inestabilidad, compartirla no implica el abandono de una línea programática, sino la opción más responsable.

Como dijo Bismarck, la política es un arte, no una ciencia. La «lex artis» del político consiste en su talento para unir las voluntades más distantes. España no es un país presidencialista, y ningún político gana individualmente las elecciones, si bien hay partidos que obtienen una mayor representación. En una Monarquía parlamentaria, ningún dirigente tiene derecho personal a gobernar, sino una legítima expectativa de reunir apoyos en la Cámara, para que la propuesta de la Corona pueda ser recibida. La ausencia de mandato imperativo se alinea con esta idea (artículo 67.2).

Dijo una vez Joseph de Maistre que todo pueblo tiene el gobierno que merece. España es un gran país, y no merece un gobierno inseguro. España debe poder defender grandes ideas desde la primera línea, aquellas ideas que han convertido a nuestro continente en la academia de la libertad. Si en 1977 la palabra «consenso» era la reina de los pensamientos, en este momento, la palabra «acuerdo» pasa constantemente de corazón a corazón. Un acuerdo grande, para evitar que los comicios, por su reiteración excesiva, pasen de ser fiesta a ser trámite. Un acuerdo que permita a España mostrar su mejor perfil, el que ha inspirado a otros países que han pasado del autoritarismo a la democracia. Un gran acuerdo, que permita al Gobierno sostener nuestros valores sobre hombros de gigante, dando pasos decididos hacia la dignidad política y contribuyendo sin descanso a conseguir la paz social.