Tribuna

La universidad ante su fragmentación

Por presión de nacionalistas e independentistas, la LOSU amplía las competencias de este modelo atomizado y lo extiende a todo el territorio nacional: el desarrollo de la evaluación del profesorado corresponderá a las comunidades.

El pasado jueves 9 de marzo, tras las enmiendas del Senado, el Congreso de los Diputados aprobó la Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU) con los votos del PSOE, Podemos, ERC, PNV, Más País y Compromís. El texto no supone una mera modificación de la legislación anterior: establece una nueva arquitectura legal para toda la estructura universitaria, reemplazando a la Ley Orgánica de Universidades (LOU), vigente desde 2001.

Es indudable que determinados elementos de nuestro sistema requerían una reforma. En no pocos centros, por ejemplo, la categoría de profesor asociado había degenerado: concebida para facilitar la participación puntual de profesionales de prestigio externos a la universidad, su figura se ha pervertido para contratar, a niveles descontrolados, docentes con salarios menguados y amplia dedicación. Durante las últimas décadas, profesores e investigadores han padecido igualmente una temporalidad excesiva en sus contratos, que frenaba carreras y desincentivaba la atracción de talento externo. En problemas como este último, bienvenida sea la intención que la nueva ley tiene de fomentar la estabilidad, reduciendo la temporalidad máxima del 40% al 8%.

Cualidades como esta, sin embargo, quedan lastradas, en algunas ocasiones, por motivos técnicos, incertezas sobre la financiación o incertidumbres jurídicas, como las disposiciones para adaptar el sistema, en un plazo muy limitado, a la nueva legislación. Otras decisiones que pervierten la redacción final, sin embargo, no se deben a razones técnicas, sino ideológicas: no son medidas que atiendan a mejorar racionalmente el sistema universitario español, sino que, bajo una pátina de progreso solo aparente, se limitan a ceder ante nacionalistas e independentistas, que han secundado la norma para imponer condiciones de fondo y forma. En algunas concesiones el interés político es obvio: más de mil profesores reclamaron introducir una mención explícita a la neutralidad ideológica de los claustros universitarios, pero el texto definitivo, por deseo de ERC y EH Bildu, lo ha ignorado deliberadamente, permitiendo un uso político de las instituciones. El problema de fondo es que esta misma orientación ideológica se esconde también, aunque sea menos visible, bajo otras decisiones aparentemente técnicas. Entre las que podrían citarse, vale la pena examinar dos modificaciones en particular que redefinen la contratación del profesorado y van a tener un profundo impacto en la universidad española de las próximas décadas.

En el sistema saliente, todos los doctores candidatos a una plaza a tiempo completo en una universidad pública debían ser evaluados previamente por la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA), una institución estatal adscrita al actual Ministerio de Universidades. Valorando su currículum con criterios públicos e iguales para todos, la ANECA otorgaba o negaba un certificado, denominado «acreditación», conforme a una jerarquía académica en cuatro grados: Ayudante Doctor, Contratado Doctor, Titular de Universidad y Catedrático. Para concursar en España a una plaza de un determinado nivel, era necesario estar acreditado a la categoría correspondiente. Frente a esta agencia estatal, en los últimos años varias comunidades autónomas han creado agencias propias, que, con criterios diversos, han empezado a acreditar en sus respectivos territorios. En algunas comunidades, tales agencias han sido poco relevantes. En Andalucía, el País Vasco o en Cataluña, en cambio, han desarrollado estructuras universitarias paralelas, dotadas incluso, en el caso vasco o catalán, de figuras laborales propias, diversas de las nacionales. Ahora, por presión de nacionalistas e independentistas, la LOSU amplía las competencias de este modelo atomizado y lo extiende a todo el territorio nacional: el desarrollo de la evaluación del profesorado corresponderá a las comunidades. En lugar de hacerlo una única agencia nacional, mejor financiada y conformada por docentes de todo el país, tendremos diecisiete agencias menores, que acreditarán al profesorado en su territorio de competencia. Con ello multiplicaremos administraciones de forma innecesaria, económicamente costosa y académicamente ineficiente; pondremos más trabas para la llegada o regreso del mejor talento internacional, cuando deberíamos estimularlo; a corto plazo, generaremos desigualdades académicas y, a medio y largo, endogamia regional y una desconexión aún mayor entre las universidades y el Estado.

En segundo lugar, la LOSU elimina también la acreditación necesaria para concursar a puestos de Ayudante Doctor, es decir, al escalafón inicial en nuestra carrera universitaria: quedará solo a criterio de cada comisión, en cada universidad, la contratación de cualquier doctor, sin la ratificación previa que, hasta ahora, proporcionaba la ANECA de forma externa a cada tribunal contratador. Al prescindir de este filtro, suprimimos el mínimo nivel exigible en investigación y docencia, común a todo el país, y lo hacemos en un momento decisivo: el de la entrada de savia nueva en la universidad.

Al combinarse ambas medidas –cesión autonómica y supresión del filtro inicial–, la universidad renuncia a salvaguardar un sistema y exigencia homogéneos. Se disgrega en estructuras duplicadas, más burocráticas e injustamente dispares, que permiten mayores grados de arbitrariedad y tienen una mirada más corta y menos universal (en lugar de hacer honor a su nombre). Con ello corremos el riesgo de fomentar la desigualdad, el clientelismo, la mediocridad y la endogamia territorial (e ideológica). Y eso no tiene nada de progresista.

Álvaro Cancela Cillerueloes profesor de la Universidad Complutense de Madrid.