Religion
La venida de Dios
Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid
Lectio Divina para este I domingo de Adviento
Dos exclamaciones apuntalan la Palabra de Dios este domingo: “Ojalá rasgases el cielo y bajases”, clama el profeta a Dios (Is 63, 9); “Vigilad”, exige Cristo a los suyos para no ser sorprendidos por su venida sin haberse preparado adecuadamente. Entre una y otra exclamación discurre toda la historia de la salvación y nuestra propia historia personal. Leamos con atención:
«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé. En los días antes del diluvio, la gente comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre: dos hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevarán y a otra la dejarán.
Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría que abrieran un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre” ». (Mateo 24,37-44).
Esta vida se nos escabulle como agua entre los dedos. Quisiéramos aferrar nuestros bienes, los momentos felices, la buena salud y el reconocimiento de todos. Pero todo pasa. Todo es caduco y no llega a saciar nunca nuestros anhelos más profundos. Entonces alzamos la mirada y pedimos a Dios que se acerque a nosotros, que podamos vivir la plenitud de la vida, de la paz y la felicidad. Con el profeta Isaías exclamamos: “Ojalá rasgases el cielo y bajases”. Es decir: pedimos a Dios que su reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz –como lo celebrábamos el pasado domingo de Cristo Rey- se haga presente entre nosotros. Lo mismo que pedimos diariamente al Padre: “Venga a nosotros tu reino”. En un momento de silencio toma conciencia de que tus anhelos más profundos solo pueden ser colmados por Dios, y repítele de corazón: “Ven, Señor Jesús”.
Dios no deja de con-moverse y atender a esta súplica. En Cristo el cielo se ha abierto y su reino ha descendido hasta nosotros. Con sus obras de amor y finalmente su muerte en la cruz, él ha bajado hasta el más hondo sufrimiento y la miseria del último de los que sufren. El sudor de nuestras fatigas cotidianas y las lágrimas de nuestros dolores y pérdidas han sido recogidas en el odre de la misericordia de Dios y las ha convertido en manantial de gracias. Cristo ha dado sentido a nuestros trabajos, luchas y esperanzas. Con este Dios que desciende puede encontrarse la persona que asciende. Aquella que eleva su mirada a lo alto, que no mira solo lo pasajero y busca lo eterno, la que lucha contra sí misma para ser más libre, más sabia y más santa. Es el camino que nos ha abierto el Dios humilde que adoraremos en el pesebre, el que viene para enseñarnos a hablar con Dios llamándole: “Padre nuestro”. Por eso, contempla a Cristo acompañándote en el camino de tu vida, como lo hacía con sus discípulos. Invítale a entrar a tu hogar, a tu intimidad, y escúchale repetir: “La salvación ha llegado a esta casa” (Lc 19, 9).
Entre la súplica para que Cristo se haga presente en nuestra historia y su venida definitiva al final de los tiempos, él nos invita a mantener una actitud de vigilancia. Vigilar para que nos encuentre con la conciencia en paz, reconciliados como hermanos y ricos en obras de amor. Así como san Pablo puede alegrarse con los corintios porque no les falta ningún don espiritual, esforcémonos también nosotros por ser fieles a las bendiciones que Dios nos da, multiplicándolas como los talentos de la conocida parábola. Ante nuestra súplica: “Ojalá rasgases los cielos y descendieses”, es como si Dios nos dijera: “Ojalá lucharas contra ti mismo y ascendieses”. Porque Él no deja nunca de descender hasta nosotros. Somos nosotros los que nos frenamos en ascender hacia Él, aferrados a tantas cosas que nos esclavizan.
Iniciar el Adviento exige tomar conciencia de cuánto necesitamos preparar en y entre nosotros para llegar a decirle a Dios: “Bajaste y los montes se derritieron con tu presencia”. Son los montes de nuestros pecados y egoísmos que creemos imposibles de superar, pero que con su gracia pueden convertirse en un valle de luz y vida. Así hasta decir: “Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en Él. Sales al encuentro del que vive santamente y se acuerda de tus caminos” (Is 63, 12). Pregúntate cuáles son los apegos y pecados que te frenan en tu ascenso hacia Dios ¿Qué virtudes te esforzarás por alcanzar en este Adviento para recibir la Navidad con corazón renovado?
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