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Religión

Cristiano, ¡sé de Cristo!

Textos de oración ofrecidos por el párroco en el Valle del Lozoya, Madrid

Cristiano, ¡sé de Cristo! La Razón

Meditación para este domingo XXI del tiempo ordinario

Hoy resuena con fuerza una pregunta directa y simple del Evangelio: «¿Señor, son pocos los que se salvan?». Jesús no responde con rodeos, ni con estadísticas, ni con dia pastorales. Su respuesta es una llamada urgente a la decisión personal: esforzaos, luchad, no os durmáis. Meditamos:

«En aquel tiempo, Jesús pasaba por ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén.

Uno le preguntó: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?”.

Él les dijo:

“Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo:

‘Señor, ábrenos’;

pero él os dirá:

No sé quiénes sois.

Entonces comenzaréis a decir:

‘Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas’.

Pero él os dirá:

“No sé de dónde sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad”.

Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, pero vosotros os veáis arrojados fuera.

Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos»

Lucas (13,22-30)

La salvación no es una garantía automática ni una promesa blanda. Es una puerta, sí, pero estrecha. Y hay que decidir si se quiere pasar por ella. Esto no es un aviso retórico, sino un juicio. La Iglesia no ha sido enviada por el Dios crucificado para adormecer conciencias, sino para sino para sacudirlas. Una Iglesia que no anuncia a Cristo con claridad, termina hablando de todo, menos de lo único necesario.

Los que el día del juicio serán desconocidos por Cristo son los que reducen su mensaje a un estilo de vida complaciente y a la moda de los tiempos. Porque lo decisivo no es haber estado cerca de él, sino no haber entrado por la puerta de sus exigencias. Muchos comen el cuerpo y beben la sangre de Cristo, pero su indignidad hace que coman y beban su propia condenación, como dice la Primera Carta a los Corintios 11. Estos son los que “participan” sin haberse convertido, “acompañan” sin discernir, “incluyen” sin corregir. Y el Señor responde con la frase más inquietante del texto: «No sé de dónde sois». Por eso, cuando el cristiano se dispersa en todo lo que no lo es lo que Dios revela, sino que incluso llega a contradecirlo, acaba por ser desconocido por el Salvador. Quien quiere ampliar la puerta para que todos entren, la convierte en una salida hacia el vacío.

Efectivamente la gran tentación de nuestro tiempo no es el ateísmo frontal, sino la mundanización de lo cristiano. Es lo que pasa cuando la Iglesia quiere parecer moderna, útil, inclusiva, abierta, pero soslayando su misión sobrenatural. Y es que cuando el cristianismo quiere ser aceptado por todos termina por no ser significativo para nadie. ¿Vamos a seguir coqueteando con un mundo moderno que hace siglos que nos dio la espalda y continúa despreciando la mano que le tendemos? Tantos años de tropezarnos contra el mismo muro nos hace necios y poco fiables.

Hoy abundan las voces eclesiales que se apresuran a opinar sobre todo lo del mundo, pero que callan lo de Dios. Y cuando esto ocurre la Iglesia se convierte en una ONG espiritualoide, la sal de la tierra se vuelve sosa y sólo sirve para ser arrojada y que la pisoteen (Cf. Matero 5, 11ss). No se trata de ignorar las necesidades humanas, sino de saber que, sin poner a no Cristo en el centro de toda la vida y acción del cristiano, no hay redención. Sin aspirar y anunciar la vida eterna, todo consuelo pasa y pesa.

El inolvidable Benedicto XVI insistió una y otra vez en que el termómetro de la salud eclesial es la liturgia. Donde hay adoración, hay fe. Donde se cuida la Eucaristía, renace el corazón. Donde se pone a Cristo en el centro, todo se ordena. La Iglesia no inventa la liturgia, sino que la recibe en la fe, y al recibirla, se convierte a Cristo y le anuncia enteramente. Por eso es tan necesaria la dignificación de la liturgia. Esto no es una cuestión de formas, sino de fidelidad. En el orden de la vida eterna, no sería de extrañar que, entre muchos de esos que serán desconocidos por el Salvador, estarán tantos de los que desvirtúan la misa, convirtiéndola en espectáculo o escenario para sus propios egos.

Lo que decimos no es mera teoría. Los frutos están a la vista. En Estados Unidos, las diócesis que han optado por la fidelidad litúrgica, la enseñanza clara y la centralidad de Cristo están creciendo, sus seminarios se llenan y las familias cristianas se multiplican. En Francia e Inglaterra, los jóvenes que buscan parroquias donde se adore al Santísimo y se predique la conversión son cada vez más. En esos países, las comunidades que han redescubierto la belleza de la liturgia y la centralidad de la Santa Misa están desbordadas de conversiones y vueltas a la fe católica. En los conventos y seminarios donde se celebra la liturgia con dignidad y se estudia la fe sin rebajas, abundan las vocaciones. Y es que donde se predica entero a Cristo, también las iglesias se llenan enteras.

El Evangelio usa una expresión contundente: operarii iniquitatis, “obradores de iniquidad”. No se refiere a los enemigos externos de la fe, sino a quienes, dentro de la comunidad cristiana, viven sin conversión y promueven un cristianismo desvirtuado por ideologías o modas pasajeras. ¿Cuántos hoy, como en el texto, dicen “hemos comido contigo” y sin embargo viven alejados? No basta estado con Cristo. Hay que Ser de él. La puerta amplia sólo está abierta al fracaso.

Hoy, pasar por la puerta estrecha significa volver a poner a Cristo en el centro: en la predicación, en la pastoral, en la liturgia, en la acción caritativa. Significa volver a hablar del pecado, del juicio, del infierno, del cielo, del alma y del valor eterno de cada persona. Porque la Iglesia no salvará al mundo hablando como el mundo, sino mostrando a Cristo como el único Salvador. El Evangelio no necesita ser maquillado para ser aceptado, sino proclamado con todas sus letras para ser creído.

La pregunta no es si pocos o muchos se salvan. La verdadera pregunta es: ¿nos importa la salvación? ¿Nos importa que Cristo sea conocido, amado, obedecido y adorado? Si no, todo lo demás sobra. Una Iglesia sin santidad es solo un edificio que, más temprano que tarde, quedará vacío. Y una fe que no convierte, es solo ideología. Cristo no pidió una Iglesia simpática, pidió una que diera la vida por Él.