Audiencia General
El Papa pide no olvidar a los niños de Ucrania y Gaza afectados por la guerra
A pesar del gran "diluvio" que cayó en Roma los peregrinos no desistieron y aguantaron el "chaparrón" emocionados de ver de cerca al Papa y escuchar sus palabras durante la Audiencia General.
Esta fue la catequesis de la Audiencia General del Papa,
Queridos hermanos y hermanas:
Buenos días y gracias por su presencia, ¡un hermoso testimonio!
Hoy contemplamos el pináculo de la vida de Jesús en este mundo: su muerte en la cruz. Los Evangelios atestiguan un detalle muy precioso, que merece ser contemplado con la inteligencia de la fe. En la cruz, Jesús no muere en silencio. No se apaga lentamente, como una luz que se consume, sino que deja la vida con un grito: «Jesús dio un fuerte grito y expiró» Ese grito lo abarca todo: dolor, abandono, fe, ofrenda. No es solo la voz de un cuerpo que cede, sino el signo último de una vida que se entrega a sí misma.
El grito de Jesús está precedido por una pregunta, una de las más lacerantes que se pueden pronunciar: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Es el primer versículo del Salmo 22, pero en los labios de Jesús adquiere un peso único. El Hijo, que siempre ha vivido en íntima comunión con el Padre, ahora experimenta el silencio, la ausencia, el abismo. No se trata de una crisis de fe, sino de la última etapa de un amor que se entrega hasta el final. El grito de Jesús no es desesperación, sino sinceridad, verdad llevada al límite, confianza que resiste incluso cuando todo está en silencio.
En ese momento, el cielo se oscurece y el velo del templo se rasga. Es como si la creación misma participara de ese dolor y, al mismo tiempo, revelara algo nuevo: Dios ya no habita detrás de un velo, su rostro ahora es plenamente visible en el Crucificado. Es allí, en ese hombre desgarrado, donde se manifiesta el amor más grande. Es allí donde podemos reconocer a un Dios que no permanece distante, sino que atraviesa nuestro dolor hasta el final.
El centurión, un pagano, entiende esto. No porque escuchara un discurso, sino porque vio morir a Jesús de esa manera: "¡Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios!". Es la primera profesión de fe después de la muerte de Jesús. Es el fruto de un grito que no se ha perdido en el viento, sino que ha tocado un corazón. A veces, lo que no podemos decir con palabras, lo expresamos con nuestras voces. Cuando el corazón está lleno, grita. Y esto no siempre es un signo de debilidad, puede ser un acto profundo de humanidad.
Estamos acostumbrados a pensar en el grito como algo inconexo, que hay que reprimir. El Evangelio le da a nuestro grito un valor inmenso, recordándonos que puede ser una invocación, una protesta, un deseo, una entrega. Incluso puede ser la forma extrema de oración, cuando no nos quedan más palabras. En ese grito, Jesús puso todo lo que le quedaba: todo su amor, toda su esperanza.
Sí, porque esto también está ahí, en el grito: una esperanza que no se resigna. Gritas cuando crees que alguien todavía puede escuchar. Gritamos no por desesperación, sino por deseo. Jesús no clamó contra el Padre, sino hacia Él. Incluso en silencio, estaba convencido de que el Padre estaba allí. Y así nos mostró que nuestra esperanza puede clamar, incluso cuando todo parece perdido.
Gritar se convierte entonces en un gesto espiritual. No es solo el primer acto de nuestro nacimiento, cuando venimos al mundo llorando, también es una forma de mantenernos vivos. Gritamos cuando sufrimos, pero también cuando amamos, llamamos, invocamos. Gritar es decir que estamos aquí, que no queremos morir en silencio, que todavía tenemos algo que ofrecer.
En el viaje de la vida, hay momentos en los que guardar todo dentro puede consumirnos lentamente. Jesús nos enseña a no tener miedo del grito, siempre que sea sincero, humilde, orientado al Padre. Un grito nunca es inútil, si nace del amor. Y nunca es ignorado, si es entregado a Dios. Es una forma de no ceder al cinismo, de seguir creyendo que otro mundo es posible.
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos también esto del Señor Jesús: aprendamos el grito de esperanza cuando llegue la hora de la prueba extrema. No para herir, sino para confiarnos. No para gritarle a alguien, sino para abrir el corazón. Si nuestro grito es verdadero, puede ser el umbral de una nueva luz, de un nuevo nacimiento. En cuanto a Jesús: cuando todo parecía haber terminado, la salvación estaba a punto de comenzar. Si se manifiesta con la confianza y la libertad de los hijos de Dios, la voz que sufre que sale de nuestra humanidad, unida a la voz de Cristo, puede convertirse en una fuente de esperanza para nosotros y para quienes nos rodean.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a dar voz a los sufrimientos de la humanidad a través de nuestra oración y de obras concretas de caridad, para que esa voz, unida a la Cristo, pueda convertirse en fuente de esperanza para todos. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.
Un poco tarde pero felices
Una familia de españoles procedentes de Extremadura se lamentaban por haber llegado tarde a la Plaza San Pedro, la lluvia hizo que el tráfico en Roma se complicara más de lo habitual, pero aún así estaban emocionados de haber llegado hasta aquí y haber escuchado las últimas palabras del Santo Padre desde la Via de la Conciliazione:
"Jesús nos enseña a no tener miedo del grito, mientras sea sincero, humilde, orientado al Padre. Un grito no es nunca inútil si nace del amor. Y nunca es ignorado si se entrega a Dios. Es una vía para no ceder al cinismo, para continuar creyendo que otro mundo es posible".