Religion

Responder de corazón

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Responder de corazón
El Papa Francisco libera a dos palomas (símbolo del Espíritu Santo)José Javier Gómez Rego

Lectio divina de este domingo VI del tiempo ordinario

Las leyes de Dios, que son la ley natural y la que reveló a Moisés en el Antiguo Testamento, son los principios ineludibles de toda vida honesta. La primera es la luz de la verdad y la voluntad divina impresa en la creación. La segunda la concreta en los diez mandamientos. Pero la vida plena que anhelamos no puede quedarse solo en esta base. Aún hay que ascender hasta el nivel más elevado, que es la ley que Cristo revela. Él lo hace identificando su misma persona con el bien y la verdad de Dios, a quien se debe obedecer por amor. Continuemos meditando cómo esto se revela en el sermón de la montaña:

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘necio’, merece la condena de la gehenna del fuego. Habéis oído que se dijo: ‘No cometerás adulterio’. Pero yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón. También habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No jurarás en falso’ y ‘Cumplirás tus juramentos al Señor’. Pero yo os digo que no juréis en absoluto. Que vuestro hablar sea sí, sí, no, no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno”» (Mateo 5,17-37).

Cristo revela que el amor es la medida de toda la Ley divina. Y el nivel más elevado del amor es el que él mismo vive con su Padre. Esta realidad es tan íntima que le identifica con Él como el mismo y único Dios. Por eso puede proclamar su Ley en primera persona, «yo os digo…», llevando así la relación con Dios al plano más personal y cercano que podíamos experimentar los seres humanos. Porque la primera Ley, escrita en tablas de piedra, era todavía distante e impersonal, «Se os ha dicho…». Con ello su cumplimiento quedaba en gran medida fuera del hombre. Pero cuando el Verbo de Dios asume nuestra carne y nuestra historia, lo divino se acerca a nosotros de la manera más íntima y personal que puede pensarse. Ahora Dios proclama su voluntad por Cristo en un tú a tú con la humanidad, haciéndonos descubrir su presencia en nosotros mismos. Así la primera Ley no queda abolida, sino elevada por el amor del mismo Dios, y ello espera nuestra respuesta.

La nueva altura a la que Cristo lleva los preceptos de Dios supone para el hombre una especial fineza en la vivencia de sus preceptos. Cada cosa ahora es calibrada por el amor con que se realiza cada acción y por la fuerza de la verdad que se dirige a cada uno de manera personal. Porque todo ha de brotar del interior de la persona, del corazón, que es el centro vital donde se unen su razón, su sentir y su actuar. Desde esta intimidad abierta a la inmensidad de lo divino, el hombre puede superar el mero cumplimiento de preceptos externos por la adhesión personal al que se ama como su fuente y también como el destino que espera alcanzar. Y todo esto pasa por el tamiz del encuentro con los semejantes, a quienes hemos de reconocer como destinatarios del amor que hemos de vivir y ofrecer de manera concreta. Pero más aún, Jesucristo nos enseña que la vía para mantenernos en comunión con Dios es, precisamente, el reconocimiento del otro no solo como semejante, sino como un hermano. Así, pues, el mandamiento del amor al prójimo es elevado a la par del mandamiento del amor a Dios. Porque cualquier trasgresión o descuido en el trato con los demás no solo quebranta las relaciones entre los seres humanos, sino que quebranta también la misma unión con Dios que anhelamos alcanzar.

El evangelio de este domingo nos mueve, pues, a subir de nivel en nuestra fidelidad a lo que Dios nos manda. Hemos de reconocer que sus preceptos no son la imposición caprichosa de alguien distante y distinto de nuestra realidad, sino las indicaciones de vida y plenitud de quien nos conoce y ama mejor que nosotros mismos. Él nos exige responder de corazón, a lo que nos revela como principios de verdad y de bien. El baremo para medirlo es siempre el tipo de relación que establezcamos con los demás, amándolos tal como decimos amar a Dios. ¿Cómo te comprometes a equilibrar hoy ambas dimensiones del único amor?