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Oración

Se pasa de la muerte a la vida cuando se ama

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

icono de Cristo Pantócrator del Monasterio del Monte Sinaí, Egipto LA RAZÓN

Unos padres sueltan con temor la mano de su pequeño, que todavía se sujetaba a ellos para dar sus primeros pasos. Entonces, el niño duda y, a la vez, algo más fuerte le impulsa a intentarlo. Está de pie, sin ningún otro apoyo que esa fuerza interior que ya experimenta que le puede sostener. Sus padres se mantienen atentos para asegurar al niño en cuanto vacile, pero le dejan porque saben que ha de intentarlo por sí mismo. Es la experiencia que marca su confianza y valor personal. Primero un paso torpe, luego otro. El vértigo se convierte en estupor. Entonces ríe, palmea y se cae. Pero no hay dolor, sino que el niño intuye que ha nacido para esto. Mira a sus padres, expectantes y gozosos. Con un gesto de confianza y atrevimiento, se levanta y vuelve a intentarlo. Porque para toda persona la verdad de la vida es responder a la fuerza interior que le impulsa y sostiene. Todo esto tiene que ver con el evangelio de hoy. Leamos y meditemos:

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros”.» (Juan 15,9-17).

Nos encontramos con uno de los discursos de despedida de Jesús en la Última Cena con sus discípulos. Él no solo se revela como el maestro que enseña la verdad, sino que ahora afirma con toda propiedad que él mismo es el camino, la verdad y la vida. Es decir, el hombre que acaba de lavarles los pies y sentarlos a su mesa, les dice que él es el itinerario que toda persona ha de recorrer para llegar a la altura de su propio ser. Paradójicamente, la verdad no está en la persona misma, sino en el Padre a quien va buscando a cada paso, muchas veces a tientas. Por eso cuando Jesús se revela como el camino seguro para llegar a Él, Tomás le pide que les muestre su rostro para saciar todos sus anhelos. No se había dado cuenta hasta entonces que ese rostro se anhela contemplar es el mismo de este a quien seguían, que les enseñaba y reprendía, que con ellos celebraba y descansaba, que les acompañaba en sus faenas y les enseñaba a orar. El Dios trascendente y completamente distinto a todos había estado siempre allí, tan cerca y tan semejante a cada uno.

El cristiano vive en este mundo en medio de una gran paradoja, lo cual no significa contradicción, sino contraste. Esto es manifestar una verdad distinta, desconocida para los que solo miran lo que aparece a primera vista. Ante la división de los hombres, el creyente afirma: “Dios es uno”; ante la contundencia del mal, anuncia: “Dios es bueno”. Así, ante la proliferación de la muerte, proclamamos con fuerza: “Cristo ha resucitado. ¡Él está vivo!”. Pero esta afirmación no la hacemos únicamente de palabra, sino con todo nuestro ser. Es decir, con la vida comprometida, con el esfuerzo que supone ir en contracorriente de un mundo que no honra la vida porque no la conoce en su densidad. Porque no basta con profesar con los labios la resurrección sin vivir su dinamismo. Este implica asumir con Cristo el peso del pecado, la división y la muerte para purificarlos y trascenderlos con una caridad concreta que cree, lucha y espera. Con la certeza de que se pasa de la muerte a la vida cuando se ama (ver: 1ªJuan 3, 14).

La celebración de la resurrección de Cristo solo alcanzará en nosotros su actualidad en la medida en que hayamos asumido la cuota de esfuerzo y perseverancia que exige el compromiso con él. “Si alguno quiere ser mi discípulo, cargue con su cruz y sígame” (Lc 9, 23). Son las palabras del Señor que continúan siendo pronunciadas ante nosotros también en la Pascua y en todo momento en que se nos exige ser coherentes con la fe. Así tocaremos ese punto donde ya no hablaremos de alegría ni desventura, sino que resplandecerá en nosotros como el ser mismo de Dios, que colmará nuestra propia vida. La piedra de toque de todo este movimiento es el amor que, recibido desde lo alto por el mismo Dios al hacernos hijos suyos, hemos de vivir también entre nosotros.

El don ofrecido y recibido entre los hermanos es el impulso sobrenatural que nos sostiene y empuja, como esa fuerza secreta que pone en pie al niño pequeño y lo lanza hacia adelante. Si necesita ayuda, alzará los ojos y sus padres estarán allí. Así ha de vivir el creyente, que recorre su camino respondiendo la fuerza más profunda que nos mueve a la vida. Si necesitamos luz o una mano segura que nos sostenga, hemos de alzar la mirada del alma al cielo. Cristo mismo se nos muestra como la verdad que ilumina todo camino. Él está muy cerca y se hace semejante a cada uno. La verdadera vida se trata de responderle y seguirle.

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