Coronavirus

Lecciones que da la vida

Coronavirus.- Presas de la cárcel de Estremera se suman a la confección de mascarillas para reos y empleados
Mascarilla confeccionada por las presas de la cárcel de EstremeralarazonDELEGACIÓN DEL GOBIERNO DE MADRI

En mi juventud fui persona dada al contumaz alboroto político en contra del Régimen que entonces imperaba. Ello me valió ir a la cárcel en cuatro ocasiones hasta sumar un total de 16 meses de experiencia penitenciaria más siete de prisión domiciliaria con tres turnos diarios de dos grises aposentados en el rellano de la escalera. Aludo a un período que abarca desde los primeros días del mes de febrero de 1956 hasta el 1 de agosto de 1964, que es cuando me fui al exilio con un pasaporte prestado y no sé ya si siete o 12.000 pesetas en el bolsillo.

No lo menciono para colgarme medallas de supuesto heroísmo ni para calzarme la corona de espinas del martirio, sino porque viene a cuento de la calamitosa situación en la que nos ha sumido esta pandemia que más parece pandemónium. Ignoraba yo entonces que algún día, muchísimos años después, aquella experiencia juvenil iba servirme de entrenamiento para sobrellevar la cuarentena impuesta a golpe de decreto por el gobierno de la nación en días como los que ahora corren.

Verdad es que en la cárcel había mucho más espacio disponible que el existente en cualquier domicilio, por lujoso que sea, y también mucha más gente para confraternizar o pelearse con ella de la que suele darse cita en la familia, pero, con todo y con eso, aislados estábamos e imposibilitados de salir a la calle para darnos un garbeo. El paralelismo, pese a ello, es evidente (y más aún en lo tocante a la prisión domiciliaria) y no hay hora en estos días de forzoso enclaustramiento en que la memoria no me lo plantee.

Hubo una etapa en mi trayectoria de delincuencia política en la que llegué a pasar 22 días rigurosamente incomunicado en una mazmorra de la Puerta del Sol en la que éste no entraba nunca, por ser un sótano, cuya superficie era de dos metros cuadrados. Imagínenlo. Disponía, eso sí, de un estrecho catre de cemento revestido por una estera de esparto y... Y nada más, amigos, a no ser que incluyamos en el mobiliario el ventanuco enrejado que ponía en comunicación el zulo con un angosto pasillo. El caso es que me las apañé –a la fuerza ahorcaban–, sobreviví, inventé mil recursos mentales, recordé muchas cosas que ya había olvidado, fantaseé con otras, jugué a ser Robinsón y aprendí, como escribió Hemingway en «El viejo y el mar», que el hombre puede ser destruido, pero no derrotado. Aplíquense el cuento, amigos. Más pronto o más tarde los pondrán en libertad.